Vi la primera luz en una fundición de la ciudad de Turín. Todos los barrotes de hierro nacidos durante aquellos meses fuimos destinados a una nueva experiencia promovida por el gobierno del Piamonte: “La Generala”, una cárcel para jóvenes.
Allí me convertí en reja. Mi corazón de hierro se tornó indiferente a fuerza de contemplar tantos sufrimientos jóvenes. La monotonía amarga de aquel correccional, que albergaba a delincuentes casi niños, se rompía cada domingo con la llegada de un cura llamado Don Bosco. Aparecía con la sonrisa prendida en los labios… y con los bolsillos llenos de golosinas, tabaco y pequeños regalos.
Al principio me extrañó su actitud: ¿Cómo podía sonreír aquel cura viendo a los muchachos llenos de piojos y parásitos; infectados de tiña y sarna; heridos por llagas y tumores; debilitados por el hambre? Pero él llegaba puntual como un rayo de luz y marchaba dejando tras de sí una estela de esperanza.
Cada domingo los chavales le hablaban de la mala suerte que habían tendido en la vida y de sus familias destrozadas. Se arrepentían de los pequeños hurtos que les habían conducido a aquel lugar de amargura. Se quejaban de los pesados trabajos agrícolas a los que eran sometidos en los campos del correccional. Él les escuchaba en silencio. Luego, mirándoles a los ojos, les prometía un futuro digno, un hogar lleno de afecto y un trabajo honrado.
Un día, en el momento de la despedida, ocurrió algo inesperado: un muchacho alargó a Don Bosco, por entre los barrotes, un envoltorio de papel de estraza. Todos callaron con silencio cómplice: “¡Ábralo. Es un regalo para usted!” Cuando Don Bosco lo desenvolvió, apareció un tomate rojo y brillante. Era el primer fruto de la nueva cosecha del huerto del correccional.
Don Bosco quedó en silencio ante tanto afecto. Sin dejar de sonreír, se agarró enérgicamente a los barrotes de la reja. Mi cuerpo de hierro frío sintió, por vez primera, que aquella fuerza no era el gesto de rabia e impotencia, sino un canto a la esperanza.
Cuando marchó Don Bosco y los chavales regresaron a sus tristezas, yo comencé a sentirme inútil. Porque cuando hay afecto y amistad… los barrotes y las rejas nos tornamos objetos inservibles.
Nota. Año 1845. Se abre en Turín “La Generala”; un correccional para jóvenes delincuentes de 12 a 18 años de edad. La inserción se realizaba mediante duros trabajos agrícolas en los huertos del correccional, que disponía también de un taller de carpintería para la fabricación de cestos, barriles… Don Bosco visitaba asiduamente a los jóvenes presos y les acogía cuando salían en libertad. Comenzaba a fraguarse el Sistema Preventivo. (Memorias Oratorio. 2ª Década, nº 11).
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