Ya de niño hacía muchas preguntas.
Me intrigaba mucho el silencio sobre el tío Antonio, el checoslovaco casado con mi tía Casi, al que sólo vi una vez… allá por Vallecas o por Vicálvaro, en casa de tía Carmen.
Los recuerdos desdibujados tiran de mí.
Han sido muchos tumbos, muchos días, muchas pérdidas. Tantas que no me he podido desprender de la nostalgia.
La nostalgia, esa acaparadora de agua.
Por eso, cada recuerdo que cuento adquiere la forma de una pértiga y me libero de él y del agua, al saltar por encima de la nostalgia.
Hace algo más de 40 años. Es hoy ayer. Y llegó la libertad.
“Algo / luce tan de repente que nos ciega / pero sentimos que no luce en vano” (Claudio Rodríguez). “Libertad, libertad, sin ira, libertad”. Cantó Jarcha y los Poetas Andaluces y la Biblia en verso y cantamos nosotros, todos, los de los 40 para arriba y el 6 de diciembre de 1978 estrenamos Congreso, Senado, Monarquía parlamentaria y representativa, es decir: “Libertad, igualdad, justicia, pluralismo”. El discurso racional y sentimental de las calles de España aprueban la cumbre de un entendimiento humano y humanista: la Constitución.
Hoy 2 de noviembre, día de los fieles difuntos, tomo un taxi al Cementerio de La Almudena y ante la tumba de mi padre rezo un canto de alabanza a nuestro buen Dios: “Cuando oréis decid… Padre nuestro… Venga, venga tu reino… de libertad, igualdad, justicia, pluralismo”.
Es el momento entonces de contaros una historia.
Siento el alma (GHOST) de mi padre cayéndome encima como una explosión, como una explosión silenciosa. Me centro. Me apoyo en la memoria de cientos de biografías. Intento concentrarme en sus nombres. Siguen esos gritos encerrados que no me dejan en paz. “Cuando oréis, decid… Padre nuestro”. Tiemblo un poco. Respiro. La sangre me golpea en las sienes. Con el enorme cansancio de 78 años encima levanto la mirada hacia las tumbas -¡tantas!- invasoras, cínicas, reales.
¿Sigues ahí, “pa”, quieto, muerto, leal?
-En un mundo incendiario e incendiado seguís ahí, quietos, muertos, estallados, leales.
Han pasado ochenta años del remate oficial de la guerra “incivil”. Hay datos elementales que siempre obvian los abrutados revisionistas que pretenden endulzar o el fascismo autóctono o el comunismo autóctono. O sea. La guerra no terminó con la guerra.
Levanto de golpe la cabeza.
Siento invencible “el alma/GHOST” de mi padre.
Es la hora en que nuestro Madrid trabaja.
En la celosía del cielo, bastante emplomado de otoño, lancea el sol, sin herir demasiado, como un haz perezoso de picas. Es un mundo desaparecido, pero presente, en el que ahora vivo.
¡Te acuerdas “pa” de aquel Madrid de nuestros barrios de posguerra que supuraban muertos y tú andabas indignado con la carnicería? ¿Te acuerdas “pa” de aquella trama alambicada de relaciones cruzadas y destructivas de los vecinos de Lavapiés o Embajadores, de las Rondas o del Paseo de las Delicias? ¿Te acuerdas “pa” cuando íbamos a empeñar las alhajas de la abuela al Monte de Piedad, de la Ronda de Atocha, hoy La Casa Encendida, y el apoderado de la ventanilla nos preguntaba a mamá, a Romanín y a mí, si teníamos antecedentes? (Bueno, igual no lo recuerdas, porque mamá nos dijo que no te lo dijéramos).
Me siento sobre la tumba. Me canso mucho.
No sé por qué me llegan los discursos de los políticos en campaña estos días.
Huele a rosas, claveles, crisantemos, en La Almudena.
Los olores son también documentos históricos.
Mi abuela en el brasero familiar de Casbas de Huesca para conjurar un poco el frío esparcía un puñado de alhucemas. Acabo de hacer lo mismo sobre la tumba de mi padre. A menudo me pregunto y me preguntan qué es la comunicación (llegar al otro). Aquí está. El olor de la alhucema. La libertad. No se aprende. Se vive y basta.
¿Te acuerdas “pa” de la estrella roja de cinco puntas que mostraba uno de tus carnets y que yo me llevaba de tapadillo al seminario, como recuerdo, y que mamá me sustrajo de la maleta antes de partir, “a saber, hijo, donde va a caer esa foto” –me dijo cinco años después–, “¿no sabes que papá fue del PCE?” – “Mamá y qué es eso del PCE?”.
En cuestiones familiares, amigo Javier, suelo ser muy reservado, como todo el mundo no te creas. Pero, como hace muchísimo tiempo que no me fijaba en el “GHOST” de mi padre – continúo hablando con él y clavo así otro clavo en el ataúd de nuestra conversación.
-Prefiere, hijo, contar las tragedias a la historia– dijo mi padre.
-¿Por qué, “pa”?
-Los escritores no tenéis que preocuparos por relatar los hechos con precisión.
-¿Qué crees que tenemos que hacer, “pa”?– pregunto.
-Olvidarte de los hechos y contarnos la verdad– me responde con la certeza de una persona que hace muchos años descubrió una creencia, el mundo de las creencias.
Mi padre, Román, se ríe.
-Hace años que te lo vengo diciendo, hijo.
-Eso suena a recomendación, «pa».
-Eso suena, hijo, al botín humano de la guerra y de la paz.
-¿Te acuerdas “pa” de la señora “Felixa”, la del 1º izquierda, la miliciana de la que no se podía hablar y que tú colocaste a mi izquierda el día de la Primera Comunión en Salesianos-Atocha?
Intento concentrarme para comprender la situación. Me observo el dorso de las manos y repaso la conversación, el grado de entonación interrogativa que hemos empleado cada uno.
-¿Te acuerdas “pa” de las veces que te preguntaba por qué me llamo Rodríguez y tú Rodríguez-Osorio? Y tú me respondías que para abreviar y mamá que para evitar un mote en el “cole”. Oso salta, oso corre, oso combina, oso centra.
-¿No te parece complicado resaltar esta anécdota, chico?
-No padre. Hace ya algunos años –cuarenta tal vez– bajé la calle Tentenecio de Salamanca. Atravesé el portal del Archivo Histórico de la Guerra Civil. Me llevaba allí la búsqueda de datos sobre los vascos masones para culminar mi trabajo Los Masones, publicado en Vitoria en 1991 y de paso le dije al doctor Ulibarri, su director –que nos caímos muy bien–, si podía mirar en sus ficheros Rodríguez-Osorio. Miró por acá y por allá. Nada, Francisco, nada de importancia. A la vuelta del tiempo he comprendido “pa” que disolviéndome en el universal “Rodríguez” nos ahorrabas molestias a tus hijos, algo más complejas que las de un simple mote.
-Destacar la anécdota del apellido, chico, es dar a entender que ninguna otra cosa memorable existe en tu biografía.
-No lo creas, padre, soy una persona sin país, aunque quiero muchísimo a España, y aún más aterrador, sin familia, aunque os quiero muchísimo a vosotros.
-Eso suena, hijo, a la súplica de un adicto.
-En efecto, en 1968, me hice cura católico en Salamanca. Pero, a la vez, te vuelvo a recordar que reconozco mis oscuridades…
-El reconocimiento, hijo, de tus propias oscuridades es uno de los mayores actos heroicos que puede realizar un ser humano.
Pasan unos chiquillos entre las tumbas de La Almudena con ramos de flores: crisantemos, claveles, rosas. Les sigo con la mirada. Parecen de algún colegio. Al principio no los había reconocido. El tutor sabía manejar los silencios y los rezos. Ninguno llevaba alhucemas.
Saltan sobre las tapias los mensajes políticos, conectados a todo volumen, desde los altavoces de los autocares. Es un olor a rancio, a benceno. Creen estar descubriendo, amigo Javier, otra vez la nueva España y en realidad unos andan por los cerros más oblicuos del segundo Donoso Cortés o por el proceloso Mar de las Palabras Congeladas de las Repúblicas Socialistas Soviéticas, que ellos llaman “progresistas”.
Cuando yo fallecí, hijo, en 1965, todavía había una “causa general” contra los republicanos y, de hecho, España vivía en un estado de excepción permanente.
-Pero eso fue hasta 1975, padre. Desde ese año hasta 1978, mientras entre todos amamantábamos una nueva criatura: “la libertad”, curábamos las “hemorragias internas” y lo logramos, ¿sabes?
Empieza a lloviznar.
-¿Por qué no tienes la gabardina puesta?
-Sabes “pa”, después de tres infartos múltiples y socorrido por el afecto de mis muchos amigos alcarreños he vencido ya trece años al certificado de defunción.
-Tal vez sería una aventura, hijo, todavía mayor adentrarte con honestidad en el territorio, sin duda hostil de tus propios recuerdos y estudios.
-¿Y por qué no, “pa”? Al fin y al cabo, siempre fui un aventurero. Todavía lo soy. Como tú.
Me levanto. Me remuevo por dentro. Huele a alhucemas. Salgo.
Me topo de bruces con el “Cementerio Civil, qué pena, tapia por medio del Camposanto de María de la Almudena” (Gerardo Diego).
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