En estas palabras de Olivier Clément en el destacado aparecía esta pregunta: ¿Es por Dios? Éste es el asunto más importante que tenemos que aclarar como acompañantes.
Si acompañamos una vida de oración no es porque seamos expertos en unas herramientas, técnicas, o arte de pacificación de la vida. Nuestra misión es situar al joven ante Dios, ante ese misterio. Contemplar, mientras acompañamos, cómo se va desarrollando la relación entre Dios y el joven y viceversa.
Una actitud inicial en la persona que acompaña es la de tratar de rastrear a Dios y por dónde se mueve su Espíritu cuando alguien se le acerca y le dice, sin mencionar a Dios, que necesita algo así como profundo, o ser escuchado, o saber cómo decidir, o apuntarse a algún retiro… Una actitud que podemos resumir en la pregunta: ¿De qué tiene sed?
Sed de los jóvenes
En los jóvenes percibimos sed de muchas cosas: de actividades, diversión, amistades, experimentar cosas nuevas, de riesgo, belleza, reconocimiento y éxito, justicia, que se les deje en paz, de que se les haga caso, de futuro, seguridad…
¿Es por Dios? Pues sí, es por Dios. Nosotros intuimos que es por Dios. ¿Pero el joven desea a Dios cuando dice que desea algo profundo, una vida más centrada o un no se qué, qué se yo? ¿Es Dios la meta que anhela? ¿Se siente el joven atraído por Dios? ¡Es la cuestión que un acompañante debe saber manejar inicialmente! La cuestión de Dios.
Sabemos de sobra que hay palabras grandes, enormes. Palabras grandes que resultan grandes porque no las comprendemos o simplemente porque evocan algo tan sumamente grande que queman en los labios.
También puede ser que sea una palabra que emociona tanto que somos incapaces de pronunciarla o que cuando la pronunciamos nos desata una especie de reverencia. Son esas palabras que decimos casi agachándonos y que nos saca una humildad en la voz.
Será quizás por eso por lo que pronunciar el nombre de Dios en muchas culturas fue o sigue estando prohibido. Porque la palabra que da nombre a lo más sagrado es tan grande que no podemos poseerla ni manejarla.
Hoy, sin embargo, pronunciar el nombre de Dios es algo tan usual, irreverente, superficial, inconsciente… que se nos escapa qué evocan nuestros labios cuando la pronunciamos o qué entienden los jóvenes cuando la escuchan.
Esta es la tarea de quien acompaña procesos de oración: rescatar con cariño esta palabra, compartir todo el amor que despierta en su vida y que puede despertar en la de los demás, invitar a la persona acompañada a que la alce en el centro de su vida y a que la contemple siendo capaz de llamarle “Tú”. Un Tú que oriente y unifique su vida. Un Tú con el que relacionarse de tú a Tú.
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