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La “Yihad”
Amigo Javier:
Voy cambiando, no sé cómo.
Tengo pensamientos de hombre anciano.
Me ha entrado prisa por ir a aprender lejos.
No me gusta, para nada, presentarme como anciano, oír decir que sí,
que qué bien me conservo. No me conservo bien. Hace poco no lo sabía tan bien.
Miro hacia delante concentrado en un pensamiento
que une mis cejas en el centro y me atraviesa la frente.
Camino muchos pasos en silencio por las calles, muchos.
Y luego me respondo que no sé qué me está sucediendo.
Me conozco de antes, de siempre, pero nunca he pensado
tanto en mí (qué habrá después),
y en mi origen.
Hubo un día que se me cayó el mundo encima.
No tiene nada que ver con las bombas.
No es algo moderno, pero sí progresista.
Nada nuevo bajo el sol.
Se trata de la Yihad, que significa exactamente
lucha personal, en casa, en familia, en la calle, conmigo mismo.
Lo que más nos une a otra persona es el odio.
Y lo que más nos une a Dios es pelear con Dios.
La violencia es fundacional.
¿Un hermano matando a otro hermano? ¿Eso es la familia?
Eso es la familia.
Oigo propuestas, reflexiones demasiado vagas,
como aprendidas de memoria, extraídas de lecciones,
prontuarios de Google, versadas sobre egos e influencers.
Desprovistos todos de sufrimiento
lo que decepcionaba a mi madre Nieves,
pues desde sus convicciones católicas, consolidadas y defendidas
en república, guerra y posguerra, en Granada y Madrid,
no había otros raíles hacía el amor y la redención
que los del dolor: la penitencia, la privación,
la negación de uno mismo,
que es al mismo tiempo,
afirmación de lo más verdadero de uno mismo.
Henchida y restallante de nuestro buen Dios,
se hacía hogaza recién salida del horno,
y se comunicaba, como una nutritiva fragancia,
a quienes a ella se acercaban.
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Ver de reojo
Y ahora quiero retomar a la infancia de mi asombro.
Tengo la carne de gallina, oye.
Respiro. Levanto los labios de la frente.
Es inútil que te diga que mi padre me besaba allí.
Quiero que entres en mi secreto. Tú tendrás los tuyos.
Papa llegó esa noche tarde, sin llamar a la puerta.
Mamá se levantó para recibirle.
Ella sabía coger las heridas en la mano.
Manín y yo, encamados, nos sobresaltamos.
Era un hombre en llamas, bebido,
un incendio que ninguno comprendía.
Al final se eleva en un grito,
un furor herido, descompuesto, completo.
Necesita estallar.
Papá se mueve por instinto, preciso, desencadenado,
y tira a mamá al suelo.
Acudimos corriendo Manín y yo.
No duró más de un minuto.
Hubo más bulla que golpes.
Pero hubo golpes.
Mamá permanece clavada en su grito,
allí, en el comedor, rígida ausente del barullo.
En la confusión, con la puerta abierta, entra
la señora Maruja, la vecina de enfrente,
y la señora Paca, la vecina de al lado,
la Boluda de Murcia, tan míos, tan nuestros,
“que ahora yacen en la mortaja de los que se fueron”.
Se afanan por ponerlo todo en su sitio.
En el fondo no había sucedido nada.
Por primera vez papá se percata de nuestra presencia.
No puede decir que lamenta lo sucedido,
porque teníamos los ojos clavados en la cara
de mamá.
Mi padre murió de cáncer de garganta,
mi madre de infarto cerebral, y al caerse, se desnucó
dándose con el adoquinado de la acera,
en la calle Delicias.
Esta noche, mientras escribo, he visto, de reojo,
un fragmento de mi pasado.
Vi muchas cosas aquella noche
en que mi padre pegó a mi madre
y tuve miedo por Manín y por mí,
por Julito, el vecino de arriba
por Pedrito, el vecino de abajo
por Pacita y Elenita
por Manolín, el de las bicicletas
por Lorezín, el hijo del carnicero
por Pepito Rincón,
por Pedrín, el de “las Casas Baratas”,
compis los dos de salesianos.
Vi muchas cosas aquella noche
y tuve miedo por los chicos de posguerra.
Aún lo tengo.
Me vienen ganas de rascarme la nariz
con el índice,
pero me detengo enseguida.
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Vuelvo a inventarme
Con mi vida magullada desde bien pronto,
escucho las demás con prevención. Siempre.
Se suelen encontrar en los confines –todos–
entre la vanidad y la mentira y la envidia.
Manín y yo somos hijos de la primera hora de la preñez
y no de la última, la de la expulsión.
Nuestros padres se casaron por la iglesia católica, en
Nuestra Señora de las Angustias de Madrid,
el 3 de julio de 1939.
No es de enero ni legítimo año nuevo,
es de abril, no importa el día.
Bueno sí, el 14 de abril de 1941,
nicho impreso en el instinto de mi padre:
La República.
No es de enero el legítimo año nuevo de Manín,
es de octubre, no importa el día.
Bueno sí, el 13 de octubre de 1945,
Consolidación oficial de la Virgen de Fátima
“amor de amores” de la posguerra.
Ellos, papá y mamá, están aquí de nuevo,
vuelven a inventarme,
vuelven a inventarnos.
Como le ocurre al fuego cuando se sopla sobre él,
no puede quedarse en casa y se marcha. Papá se marcha.
Impreso en su instinto sale de estampida.
Baja las escaleras de dos en dos hasta el patio.
Zarandea la bicicleta. La empuja con las piernas.
Era tarde, silencio, calles vacías.
Mira a las ventanas del segundo. El nuestro.
Manín y yo desde ellas aprendemos en silencio.
Una, después de una mirada, mi padre me hace un gesto.
Nos hace un gesto.
Siento deseos de abrazarlo.
La casa se llena de ondas sonoras,
vibra como un órgano.
Mi hermano, Manín, se acuesta.
Dedos largos, mano espaciosa que se parece a una boca,
su muñeca está llena de voluntad.
Deja la mano sobre la mía
y dice que es como empuñar una piedra,
“piedra de río”, me llama mi padre.
Dice mamá que tiene ganas de tirarla contra un cristal
y salir corriendo.
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Manos
En la ventana del comedor levanto la nariz
hacia el cielo y noto el olor de la pena.
Hay noches en las que el cielo
es un huevo y puedes mirarlo desde dentro.
Todavía quedan lejos
Cerdeña, La Mancha, Vasconia, La Alcarria.
Me vuelvo a la cama,
mi hermano me abraza,
un aliento de mistral trae óxido y sal,
hasta el hierro aquí enferma;
Los chicos de posguerra en cambio reverdecemos
con bravuconería.
Siento desde la cama su bienvenida.
Mamá prepara algo, apaga la luz, se sienta.
Bebemos a oscuras, absorbemos, escuchamos, engullimos.
Ponche, “el ponche de mamá”, es una delicia.
Es una noche limpia, sin luna.
Nos pasa un dorso de mano por la frente
para borrar el día, para borrar la noche.
Ya no somos inocentes del todo.
Manín y yo vamos aprendiendo allí
la transmisión del pensamiento desde sus manos
a las nuestras.
Tenemos que rehacernos a la familiaridad
de los días de boca cerrada.
Cogemos la mochila de los libros,
volvemos a acomodarnos a su andadura.
Nos espera el salesiano Santiago Ibáñez de Salesianos Atocha.
Si somos otros, es porque los libros,
más que los años y los viajes,
desplazan a los mismos hombres.
Una corriente de aire baja en cascada
por la calle Embajadores,
en glorieta Beata Ana con el Paseo de las Delicias
desde una abertura invisible.
No, me asustan las voces que me hablan por dentro.
Fueron mi primera compañía por los campos
de Casbas de Huesca o Sieso o Labata
y aún las oigo.
Decía mi madre:
– Román, estás metido dentro de ti mismo
que no consigo alcanzarte. Lo seguiré intentando. Siempre.
Mi padre estaba convencido que es lo que le pasa a la mayoría
de la gente: que la mejor parte de uno mismo está atrapada.
Dentro de lo peor y no consigue salir.
A los once años
descubrir que tienes una meta lo cambia todo
¿Qué me importaba una infancia
con bromas y galernas
y en posguerra y en Lavapiés?
En adelante lo que yo deseaba era hacerme mayor,
hacerme adulto
para llegar al sublime estado de cura católico,
como mi tío mosén Gregorio de Casbas de Huesca.
Prefería sentir la dulcedumbre de mi madre
que trocar enojo por frustración.
La vida me conducía hacia algo importante para mí,
ya no se trataba de presenciar
desencuentros absurdos,
enfados absurdos,
problemas absurdos
¡tan humanos! ¡tan nuestros!
Y que incluso la pena, el dolor, el sufrimiento
podían servir para explorar a los demás.
Lo que me hacía falta era crecer.
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