-
El niño
La primera vez que vi al niño, él estaba en una jaula.
No se podía decir de otra manera, pensé entonces.
Se puede llamar como se quiera (internado, hospicio, casa de misericordia, escuela-hogar),
pero cuando se tiene a un montón de gente encerrada
detrás de un enrejado, eso es lo que es: una jaula.
Me acordé entonces de lo que me decía mi padre
cuando yo llamaba un “problema de salud” al cáncer que sufría.
– Llámalo por su nombre, hijo –me dijo–
¿Para qué llamarlo lo que no es?
Aquello era un cáncer de garganta y esto otro una jaula.
La voz se me quiebra en frases cortas.
No me explico aún por qué me fijé precisamente en el niño.
¿Por qué en él, entre tantos otros?
Había docenas de críos detrás de los enrejados,
¿qué tenía él de especial?
Puede que fuera por sus ojos, no sé.
Pero todos te miraban con esos ojazos detrás de la cerca:
Unos ojos como los que se ven en los cuadros de niños
que limpian los parabrisas de los coches en los
pasos para peatones.
O quizá fue porque tenía los dedos metidos entre los huecos
de la alambrada, como intentando agarrarse a algo.
O quizá por esos puntitos negros de la cara,
o por su nariz sucia,
o por esa costra de mocos que tenía sobre el labio.
Pero hay muchos con esas chorreras sobre la boca.
No podía tener más de seis años, digo en alto.
– “¡Calculó usted mal ‘DonFan’ –observa Sor Marcelina–,
se acerca a los nueve”.
La monja y yo nos miramos un segundo
y enseguida yo seguí adelante.
Hay un silencio en la cara del niño que me intranquiliza,
¿tengo que ser yo quien lo interrumpa?
Siento en la nuca los fríos lengüetazos de la indigencia,
de la pobreza, del descuido, del abandono.
– El niño necesita un poco de calor, Sor,
Se siente inmensamente frágil, desvalido.
– ¿Cree usted que no se lo damos?
Por encima de mi cabeza se ha abierto
la competencia entre sensibilidades,
su mercado de apegos.
Se emancipa uno de las pesadillas y de las obsesiones
esparciéndolas entre los demás.
Pero no me atreví a hacerlo.
-
La franja
Entro en el aula un día más.
Esparzo mis obsesiones entre los chicos.
Me disperso junto con nuestra sospechosa variedad.
Celebro La Mancha que tengo ante mí,
más allá de mis pies estirados.
Me sale al encuentro desde la historia
de España, otra voz,
en el tiempo de la travesía.
- ¡Tierra! –gritó desde la cofia del palo mayor
Rodrigo de Triana,
el marinero de vigía en la Pinta,
la más pequeña y la más rápida de las velas
que se le habían confiado a Colón.
Después de meses y meses de océano
y de ojos consumidos hasta la extenuación,
por encima del horizonte,
aparece una franja.
– Realismo mágico –dice Rafa Herrero.
– No puede ser.
– Las dos cosas no pueden ser –observa Isabelo Rodríguez.
– O es realismo o es mágico –añade Montoya.
– “Real y mágico” no existe.
– En el mundo real no hay magia.
– Ni en la magia realidad. Parece, pero no es.
– Esto del descubrimiento es mundo real.
– ¿Cómo lo sabes?
A cada uno de los días en el aula
le corresponde la invención del tiempo
y a cada lección de historia de España
durante un año
le corresponde ir saliendo de la alambrada.
Después de nueve meses en las vísceras del trabajo diario,
el viento de cada página del Libro de España, de Edelvives
es fuerza incontenible,
sólo fuerza,
hace añicos la ignorancia,
empapa de verdades las leyendas negras,
propina patadas duras a la mentira
invita a hablar del alboroto de la Reconquista
ayuda a buscar en otras partes
a los últimos de nosotros.
También.
-
Días sin
No consigo quitármelo de la cabeza.
Al pequeño, a Paquito.
Esos ojos,
¿me miraban con reproche?
O quizá me pedía algo.
Pero, ¿qué?
¿Puedes ayudarme?
¿Puedes encontrar a mi “mami” y a mi “papi”?
O quizá me preguntaban, ¿qué clase de hombre eres tú?
¿Un “alesiano”?
Buena pregunta, me digo, mientras le quito el papel a la magdalena que me puso Sor Marcelina para el desayuno.
Tengo veintiún años, no estoy casado ni tengo hijo y vivo desde hace un año en el Hospicio de Ciudad Real. Comparto con otros ocho “alesianos” el mismo trabajo y ocupaciones parecidas.
Aquí son los días a la carrera.
Agarras una clase, y otra, y otra. Y clase de canto general a todo el cole,
y clase de gimnasia general a todo el cole, presente el profe falangista.
Me sé de memoria “doce tablas” que me enseñó el profe Matamala de Guadalajara
y hago prodigios.
A honra de los chicos, entregados en todo. Amén.
Hay efectos sin causa.
Mientras abro con los dientes el contenido de la magdalena,
me digo que quizá sea igual con los países,
que quizá mantenemos encerrada la mayor parte de nosotros
y no nos damos cuenta,
ni siquiera cuando metemos a niños en jaulas.
Después viene un día sin,
un día más sin,
sin demasiadas fugas
sin excesivo empuje
sin grietas festivas.
Los chicos me llevan con ellos,
porque yo también apesto a hospicio.
Me pago el viaje del día trabajando,
enseñando, viviendo, compartiendo,
creyendo que les hago falta,
pero no lo sé del todo:
Espero.
-
Libre
Cumplidos los nueve años
el niño deja las Hijas de la Caridad
y pasa con los “alesianos”.
Lo trajo Sor Marcelina a pie
hasta la entrada delantera.
Esa es la norma.
La costumbre.
La carambola que siempre busca Sor Marcelina,
para encontrarse con otros chicos conocidos.
Y, si no hay, no lo hace
y entra por la puerta trasera,
o por la Casa-Cuna y Maternidad.
Me cruzo con ellos y me saludan
en el patio general.
Los conduzco al despacho de don Benigno.
– Te agradezco que hayas venido tú.
– Me los encontré por casualidad.
– Las casualidades no existen.
– Dice mucho de ti. Ahora vete.
Resulta que “Paquito” tiene un primo
que tiene un amigo que tiene una hermana
que trabaja en la Diputación…
– ¿Y bien?
– Misión cumplida, Paco.
– Porque te estás implicando demasiado.
– Mi padre suele decir que cuando uno está ya
en mitad del río,
es un poco tarde para empezar a preocuparse
por lo hondo que es.
– ¿Y sabe otros dichos populares como ése?
– Muchos –respondo–. Dice, por ejemplo:
“Si quieres que algo esté bien hecho:
hazlo tú mismo”.
La primera vez que vi al niño, él estaba en una jaula.
Tenía unos puntitos negros en la cara:
La última vez que le vi, en 1968,
antes de salir para Roma,
me dijo que había hecho la oficialía industrial.
La última vez que le vi, era libre ya.
No creo en las coincidencias.
0 comentarios