La reina de las habichuelas
A las habichuelas nos ocurre como a las personas: no todas somos iguales. Nos diferenciamos por el color de la piel: rojas, blancas, jaspeadas, marrones… Ofrecemos también distintos sabores a quien nos degusta. Algunas asimilamos con avidez los aderezos con los que se nos condimenta; otras son más reacias a ello.
A mí me correspondió el honor de ser una habichuela de alta alcurnia. Así lo pregonaba mi apellido: «Reina». Nuestra clase social copaba los campos de cultivo de Sassi, pequeña población rural cercana a Turín. Conscientes de nuestra alta calidad mirábamos con desdén a las judías de inferior condición.
Ocurrió a finales de mayo. La felicidad de mis días había ascendido a lo más alto. En lugar de destinarme a la ardua tarea de convertirme en guiso, me habían seleccionado para ser semilla. Me sembrarían. Desde mi interior brotaría el milagro de una nueva planta. Daría vida a otras habichuelas. Mi apellido se perpetuaría.
Pero nada fue como imaginé. Todavía recuerdo el tacto áspero de aquellas manos campesinas que nos separaron. A mí, y a otras hermanas mías, nos depositaron sobre un papel de estraza. Lo cerraron. Cruzaron y anudaron un cordel. Un temblor recorrió mi piel al comprobar que no existía ni el más pequeño resquicio por donde escapar.
Largo viaje en oscuridad. Al llegar al nuevo destino, comprobé horrorizada que me hallaba en una ciudad. Las calles de la urbe son el cementerio de las semillas. Su pavimento impide nuestro crecimiento.
Me hallaba en estas oscuras cavilaciones cuando mis ojos tropezaron con la mirada cálida de una mujer mayor. Los muchachos le llamaban Mamá Margarita. Sus manos acariciaron mi piel. Me resigné a mi nueva tarea: remojo en agua fría durante 12 horas; cambio del agua; cocción lenta en un puchero impregnándome con el sabor de algún trozo de tocino junto a varias morcillas y chorizos… Acepté terminar mis días ofreciendo el mejor de mis sabores a aquellos chicos.
Pero, cuando ya me había resignado al tedioso calor del puchero y al pringue grasiento de las morcillas, la suerte me hizo un guiño. Mamá Margarita me sacó fuera de la cocina. Recorrió un pasillo. Llegó a un diminuto huertecillo protegido por una pequeña cerca. Y allí me sembró. Al sentir el abrazo de aquella fértil tierra, recuperé la ilusión. Me dispuse a ofrecer mi mejor cosecha: cientos de habichuelas «Reina»; alimento y fortaleza para los chicos del Oratorio.
Pero, mientras germinaba en la húmeda oscuridad del suelo, mi presuntuoso apellido fue empequeñeciéndose. Mamá Margarita era la auténtica «reina» que obraba el milagro diario de alimentar a los chicos pobres que acogía Don Bosco, su hijo. Me desviví para colaborar con ella.
Nota. A instancias de Mamá Margarita, Don Bosco solicita al párroco de Sassi semillas de alubias clase «Reina». Sembradas en el pequeño huerto del Oratorio, ofrecen una abundante cosecha para reforzar la alimentación de los chicos acogidos (MBe V, 43-44).
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