El frío de los Alpes me ayudó a crecer. Mis raíces se hicieron profundas. Gracias a ellas soportaba las embestidas del viento invernal, me nutría en primavera y ofrecía el milagro de los frutos en otoño.
Recuerdo que era primavera en I Becchi. Yo andaba, como todos los perales, preocupado por acicalarme con flores blancas y rosadas.
De pronto llegó aquel chaval. Observó mi tronco gris. Se encaramó por él y lo rodeó con una soga de cáñamo. Le observé atónito desde mi altura. Habitualmente los niños tan sólo se acercan a mí para coger las peras de mis ramas. Luego tensó la cuerda y anudó el otro extremo a un viejo olmo cercano.
Mis verdes hojas y mis flores se estremecieron al ver al chiquillo trepar sobre mí hasta que sus pies quedaron a la altura de la cuerda. Se quedó inmóvil sobre ella. Respiró hondo. Extendió sus brazos, tal como hacen los titiriteros de las ferias. Pero al intentar dar el primer paso, cayó al suelo. Se levantó dolorido, a pesar de que la hierba del prado hizo todo lo posible para amortiguar el golpe.
Perdió el equilibrio muchas veces, pero el tesón de aquel crío era más fuerte que el dolor de las caídas.
Varias semanas después sus pies menudos habían aprendido el arte de caminar sobre la cuerda.
Lo mejor vino el domingo. Toda la aldea se congregó junto a mí. El niño invitó a todos a rezar. Terminadas las oraciones, trepó por mi tronco hasta que sus pies alcanzaron la altura de la soga… Y comenzó el espectáculo. Los músculos en tensión, los brazos en cruz y la mirada hacia delante, como los equilibristas profesionales… Deambuló, saltó y bailó sobre la cuerda sin caer. Todos aplaudieron.
Yo, que había contemplado el dolor de sus caídas, tuve el honor de ser testigo de su gloria.
Nota: Don Bosco narra que, cuando tenía 11 años de edad, entretenía a los aldeanos de I Becchi… “ataba al peral del prado una cuerda que anudaba en otro árbol. ( ) Andaba sobre la cuerda como por un sendero: saltaba y bailaba sobre ella como un titiritero de profesión…” (Memorias del Oratorio. Década Primera, nº 2).
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