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El corazón
Simeón descansa en la cama de su casa.
Su soledad es un dolor leve, como el recordatorio de una vieja herida,
una cicatriz que ya no notas porque ha pasado a formar parte de ti.
¿Cómo tu obsesión por el Mesías? –se pregunta–
¿existe un propósito legítimo,
una razón,
una causa,
un reto,
una apuesta,
o simplemente forma parte de ti,
una enfermedad de la sangre,
una obstrucción del corazón?
El tesón y la profecía se han instalado otra vez más
detrás de los visillos del templo
y lleva a la espalda unos cuantos años: ¿toda la vida?
A la espera.
El Espíritu Santo le “había avisado que no moriría
sin ver al Mesías”.
Y él debía andar cada día pendiente del templo
y de los niños que allí llegaban para la presentación legal.
Este pequeñajo morenito, no (¿un palestino?)
este rubito y pecosillo, tampoco (un judío judío)
este llorón de tienda de campaña, no
este manoncillo del desierto, tampoco
Este bebé movedizo e incómodo, menores…
El hecho es que Simeón, hombre “honrado y piadoso,
que aguardaba el consuelo de Israel”,
había almacenado toda la esperanza del mundo.
Ni era sacerdote, ni levita,
ni era escriba, ni doctor,
ni nada, de nada. Sólo un “limpio de corazón”.
“Un limpio de corazón”,
esos que saben ver, porque a los demás nos ciegan tantas cosas,
que solo vemos lo que aparece, pero nunca lo trascendente,
lo oculto, lo soluble, lo disimulado,
lo que está detrás de lo visible con los ojos.
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Estruendo
El “Principito” asegura que
únicamente se ve con el corazón.
El corazón, puesto a ver, lo ve todo.
Es como un microscopio.
Mucho más potente que la sabiduría.
Mucho más penetrante que el entendimiento.
Mucho más influyente que cualquier poder.
Simeón es un hombre cauteloso que coteja, una y otra vez,
cada presentación legal de los niños en el templo,
los “hechos” para cerciorarse de que, en efecto, son “hechos”,
y no rumores, acomodos, interpretaciones.
Acontecimientos.
Simeón espera.
Sabe que es un billete de lotería andante.
En lotería y casar todo es acertar.
Su rumbo no es solo una táctica,
sino también un estado mental,
una condición del alma:
La soledad no le molesta.
Le gusta el silencio, el aislamiento,
los largos días en oración en el templo,
surcando el espacio despaciosamente,
oyendo solo el retumbar de sus pisadas.
Sabe perfectamente hacia dónde correr
y sabe hacía dónde se dirige y hacía qué se dirige.
Lo lleva buscando treinta años, cuarenta, qué más da.
Se convirtió en su propio blues,
en un fracasado de los farioseos, en un santo de los publicanos,
en un “vaquero” que sabe que se le acaba la pradera,
pero sigue cabalgando porque no le queda otra cosa
que hacer que cabalgar, según el evangelio de Lucas. San Lucas.
Dejó muy atrás el miedo a ser etiquetado de visionario.
Sabe que se puede ser un hijo de puta, fingiendo las causas más nobles.
Entonces y siempre. En todos los templos.
Pero calla, calla, Javier Valiente, que acaba de entrar una mujer con su bebé.
Es el momento.
Ahí es nada y tal y qué sé yo.
Simeón oye gran estruendo en el cielo de su corazón.
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La luz
Simeón ha oído que la vida es un río,
que el pasado se lo lleva el viento. No es cierto.
No es cierto.
Si fluye, lo hace por la sangre que corre por tus venas.
No puedes ignorar tu pasado
del mismo modo que no puedes ignorar tu corazón.
Un día fue “Atlante” de fe. Tendrá que volver a serlo.
“La vida –reflexiona– siempre te da una excusa
para coger lo que quieres”.
Y Simeón se acerca a María y le pide que le deje coger al Niño
en brazos.
María se lo deja, esperando que aquel venerable anciano
se ponga a echar piropos al Niño, porque ella está convencida,
de que aquel Niño es el más hermoso del mundo.
Como cualquier madre…
Pero sí, sí… Simeón es tranquilo,
y su calva es tan escurridiza como su discurso,
y los piropos del anciano se salen de madre
y nunca mejor dicho.
Resultaban no solo extraños, sino desmesurados.
Del tranquilo confort de la rutina y del consuelo de la oración.
Simeón vive como un galibo de ideas un poco más alto.
También, a veces, con el hormigueo del desengaño en las manos.
Pero el pasado es un perseguidor tenaz,
una manada de lobos que te acecha incesantemente.
Tal vez sea mejor hacerle frente.
Y aquel viejo un poco cegato, habla de ver,
de luces, de glorias, de claridades.
“Cuando estaba en él, estaba demasiado en él”.
Ahora ha visto “la luz”.
Le ha retornado toda la luz de sus ojos juveniles.
De pronto.
Sabe a quién tiene en sus brazos.
Y solo la fe tremenda de la larga esperanza
le hace “saber”,
que aquel fragilísimo Niño,
es el Mesías.
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La Candelaria
Nuestro poeta Lupercio Argensola llama a Simeón
“sagrado Atlante”.
No encuentra otra comparación mejor para calibrar
la metafórica potencia de unos brazos seniles
que sostienen al Todopoderoso,
pero solo sirven de refuerzo a la Virgen de la Candelaria.
Pero el poeta francés Pierre Emmanuel pone en labios de Simeón
un matiz mucho más fino: llama al Niño
“frágil Eterno”
y reconoce que es “Dios, mi roca”.
Y cuando uno es arrastrado por la bulla del bebé,
como esos barcos a la deriva que cierran la novela de
Fitzgerald,
comprende que hay fuerzas muy superiores
a las de la sola razón.
¿Cómo puede expresarse esa tremenda sensación
de sentir que pesa tan poco el Todopoderoso?
Saber que se tiene en los brazos al Omnipotente
y sentirlo ligero, soluble y frágil
como cerca de seis kilos de carnecita indefensa…
El universo de la presentación en el templo
es un sistema rebosante de códigos,
desde los vestidos hasta las velas,
desde el incienso hasta el sentido
de las jerarquías… que envuelven lo que,
en realidad, es inefable: el misterio.
Avanza la mañana del 2 de febrero
en nuestros pueblos de España,
las casas se vacían, las casas se vacían
la fe se derrama y las santas costumbres
hacen el resto
–antes de las velas de San Blas–
para poner los centros históricos del pasado
en olorosa penumbra de deseos y afectos.
Suenan las campanetas de los conventos
sobre las aceras recién lavadas de Segovia, Ciudad Real,
Guadalajara o Salamanca… Sigüenza, Pastrana, Jadraque…
Los reposteros de los ayuntamientos adornan los balcones
y los vencejos cosen el cielo a navajazos,
quebrando a gritos el aire promisorio de un febrero raro,
preludio del abril “semanasantero”.
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