Podríamos decir que estamos totalmente rodeados de estímulos de muchos tipos y que van en muchas direcciones distintas: Aquellos que nos hacen sentir y desatan la visceralidad de la respuesta, los que me hacen reflexionar sobre algo más profundo, los que distraen la mente y nos evaden de la situación actual, los que nos chafan en un momento dado y aquellos que nos ponen alas y nos impulsan a avanzar e ir siempre más allá.
Podría decir que no sólo estamos rodeados de estímulos, sino que estamos llenos de ellos, por la invasión que comportan, haciéndonos correr el riesgo de no llegar a gobernar la situación convirtiéndonos en meras cáscaras de nuez a la deriva en búsqueda de la orilla hacia la que se dirija la corriente más fuerte.
En el caos de torrentes contrapuestos es importante ser conscientes de que tenemos que coger el timón y que, sería bueno y no imposible, ser nosotros capaces de marcar el rumbo. ¿Cómo? La gran pregunta. Podríamos divagar todo lo que quisiéramos, pero quizá caeríamos en convertir esta breve opinión en una nebulosa que no dice nada. Intentaré proponer una solución sencilla y simple, a la vez que compleja: con nuestra propia palabra ante la realidad.
Agarrar el timón de nuestras vidas consiste en ser conscientes de las mociones que se están dando y ser capaces de decir algo propio, algo que quizá no es original pero que sí es sustantivamente tuyo, algo que se te ha incubado dentro, seguramente a base de darle más de una y dos vueltas, y que en un momento pide salir para que te sirva de punto guía, de estrella polar en ese caos de estímulos.
Claro que no podemos olvidar los riesgos: estamos acostumbrados al exceso de palabras escritas y orales, en vídeo y en directo… Y, por desgracia, muchas de esas palabras no dicen nada, sólo tenemos que caer en la cuenta de tantos “tips” que prometen mil maravillas o tantas opiniones que buscan mover a las masas con argumentos que no se sostienen ante una mirada mínimamente crítica. Esta percepción puede paralizarnos: “¿Seré capaz de decir algo coherente?” “¿Exactamente qué es lo que tengo que decir?” “¿Qué es lo que quiero expresar?” “¿Pero de verdad quiero decir algo o sólo tengo que seguir dejándome llevar?”.
Hace algún tiempo, habría defendido fervientemente que para decir algo de lo que no se está al cien por cien seguro, es mejor no decir nada. Pero, en los últimos tiempos, he caído en la cuenta o, mejor dicho, me han hecho caer en la cuenta del error que supone esta afirmación: es el desastre de no hacerte dueño de aquello que realmente piensas. Poniendo en palabras aquello que te nace, te lo estás apropiando, para hacerte responsable de ese rumbo que quieres darte. Ni que decir tiene que no implica que no pueda haber errores o equivocaciones… pero, sin duda alguna, en el momento de pronunciarlo es algo que te hace dar un buen golpe de timón ante las mareas que te arrastran para empezar a ser consciente del camino que estás realmente siguiendo o de qué rumbo quieres comenzar a seguir.
De Dios mismo se nos dice en la Carta a los Hebreos (Hb 4, 12) que su Palabra “es viva y eficaz”. Quizá este pueda ser un buen punto de inicio y una buena meta a la que dirigirse: Ser capaces de pronunciar aquello que llevamos dentro de forma que genere vida, movimiento, acción en nosotros mismos y que, si tiene que ser así, pueda impulsar respuestas de apertura de horizontes y de empoderamiento, de coger los propios timones, en aquellos que puedan escucharnos o vernos.
Desde el convencimiento de que en esta ocasión hay que llevarle la contraria a Vetusta Morla afirmando que “Palabra no es lo único que tengo” y de que sería un logro de caminar bien que alguien, al vernos, pudiera decir “mira ese cómo vuela” o “mira ese cómo ama” ya que, en definitiva, como nos indicaba perspicazmente san Ignacio, “El amor se ha de poner más en las obras que en las palabras”.
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