EL MILAGRO DE SOR DOLORES EN LA ESCUELA DE VEJER

De andar y pensar   |   Paco de Coro

10 abril 2024

  1. ¡Ay, señor Vicente de Paul!

A los treinta y poco años, el señor Vicente de Paul se convierte:

Descubre a los pobres.

No a los pobres a quienes echar una mano

y quedarse luego en la gloria de la buena mano,

de la buena conciencia. No. No.

Descubre “el misterio de los pobres”, el misterio de Jesús en los pobres,

la calidad de la pobreza.

En una palabra: el espíritu de Jesús.

Y empieza ya, de forma imparable, tenaz, bondadosa,

consecuente, organizativa, realista,

el camino de la santidad en serio.

Todo esto dicho así, parece sencillo.

¿Quieres vivir o quieres morir? Se pregunta con extrema gravedad.

Sorprendido, Vicente de Paul abre mucho los ojos.

Siente que la pregunta exige una respuesta y se queda pensando.

Al cabo de un minuto, dice:

– Quiero vivir.

Con una simple pregunta cambia su destino,

había cambiado su destino,

no solo porque él había decidido vivir, sino también porque también,

por fin tenía un objetivo: vivir entre los pobres.

Sería pobre. Observando y escuchando a la gente con atención.

Sería gente. Sondeando su cuerpo y su alma.

Pondría el dedo en la llaga y salvaría seres humanos.

La rapidez de su diagnóstico sorprendería.

Todo esto vivido por Vicente no fue fácil.

Y habría que señalar la muy francesa ambigüedad

en que se movió siempre

tratando con señores bien y con señoras mejor,

de la mejor sociedad para inculcarles su mismo amor

a los pobres, pero sin remover demasiado eso que hoy se llaman

estructuras pomposamente.

“¡Ay, señor Vicente, cuántas almas se pierden”!, le decía

la señora de Gondí, su “ama”, la familia a cuyo servicio estuvo.

La misma señora que tenía fincas mil en servicio

de aparcería y de feudo,

en cuyas tierras se morían de inanición corporal y espiritual,

habiendo como había capellanías y capellanías fundadas,

pagadas y mal servidas sin que nadie pareciera ocuparse

del desaguisado.

Para muchos, Vicente de Paul, es el buen viejo de nariz ganchuda

y carnosa, mentón pronunciado, ojos tiernamente irónicos, ojielos

de vejete bondadoso y un poco pillo, un santo cura francés

que revolucionó la caridad en la Iglesia.

 

  1. El caos

Don Ramón Gómez de la Serna,

tan sinceramente instintivo y progresista, escribía:

“En los hilos del teléfono quedan, cuando llueve,

unas lágrimas que ponen tristes los telegramas”.

Marcado por esa greguería,

aprovechando al garbí de posguerra

traigo de la mano

a Sor Dolores Novoa, la hija de San Vicente de Paul,

fascinante gallega,

hija de abogado del Estado,

inteligente y culta,

talentuda y fina,

elegante y exquisita,

precisa y preciocista,

hija natural de posguerra,

que llegaba al colegio Divino Salvador de Vejer

para desalojar la rutina

promover la inquietud

interpretar “la escuela”,

soltar “el caos”, aunque no lo parezca.

El caos, amigo Antonio, es, antes que nada,

una rara forma de anticipación.

Lo tengo más que comprobado en algunos momentos de mi vida.

Y de ahí extraigo conclusiones que proyecto a todo lo demás.

Eso es todo. Pero ¡caramba! La de cosas que tienen que pasar

y la de sensibilidad que hay que derrochar para ello.

Leer todos los días en alto ante toda la clase.

“Alto, despacio, con sentido, reteniendo lo leído”.

Hacer todos los días dictado y corregirlo entre todos.

Tabla de gimnasia diaria, sin prisa y sin pausa:.

“Un remate, y a la posición”.

Debatir sobre la Prehistoria y la Historia de España

un día sí y otro también… y del mundo.

Trazar cien veces palotes, mil… hasta aclarar el pulso

con plumas adecuadas.

Dar cobertura a la Historia Sagrada a través del texto

de San Juan Bosco.

Arraigar en la democracia con la convivencia, la solidaridad

sin ir por ahí obsequiando a gente a la que se le hincha

la vena del cuello y en momentos de exaltación

arengas de fusilamiento en un visible estado

de erección idiomática.

Estos eran los asuntos graves y diarios de mi tercera de primaria

en Salesianos Ciudad Real (1960-1963).

Por delicadas y rompedoras, también perseguidas,

pues en ellas está la señal de que el teatro se viene abajo,

que el naufragio se avecina.

 

  1. El asunto

El ancho de vía de la dictadura tenía lo necesario

para sumar años, sin tener nada que aclarar.

Había ganado la guerra

y en cualquier momento podía sorprender por la espalda

arrasando.

Parecía que no, pero sí: era un buen momento para activar

la estufa amplia de Sor Dolores Novoa.

Desprendía confianza y sabía de qué iba el asunto.

Pizarra y pizarrín.

Caligrafía con plumilla “La Corona”:

Letra americana comercial,

letra redondilla,

letra gótica… y tintero, incrustado en el pupitre,

relleno en su momento,

que podía convertirse en arma arrojadiza,

en cualquier situación de apuro.

Aula espaciosa, con ventanas al norte,

gran pizarra que separa de la otra clase:

Muro omnipresente

roca postiza y exclusiva, capaz de caerse por la ladera

de la clase y estar muy cerca de llevárselo todo por delante.

Enciclopedia perfecta. Control a rajatabla:

Gramática, Historia, Ciencias, Geografía,

Aritmética –sumar, restar, multiplicar, dividir hasta por cuatro cifras

¿quién sabe hacerlo hoy?–

El libro de Lecturas:

Cien figuras españolas: recorrido por lo más señero de la historia

de España, personaje a personaje.

El libro de España: la vuelta a España de dos hermanos en coche

desde Fuenterrabía hasta el cabo de Gata. La mayor de las aventuras,

que no alcanza nadie a imaginar.

Todo, todo, adobado con villancicos, cantados desesperadamente

y a voz en grito, por Navidad,

cuando Sor Dolores descubría a un niño resplandeciente

para besarle el pie de yeso o de pasta en clase,

mientras las otras monjas y el párroco lo ocultaban

al obispo

para evitar cismas domésticos.

Ah, y sin olvidar la subida del precio de la luz

con Lucifer, recién caído del cielo por soberbio:

“a quién come Dios”,

porque no había luz eléctrica ni agua corriente.

 

  1. Milagro

Vamos, que hablar sobre Sor Dolores Novoa

es una canción sobre “la escuela”.

Había una pedagogía de lo sobrenatural nada peligrosa.

Si estábamos bien era porque sabíamos lo que costaba vivir

arriesgando.

Todo parecía dirigido a que se consumiera el prodigio

de la lectura de Don Quijote en alto y “cara al público”.

El glorioso hidalgo luchaba a brazo partido y espada en ristre

contra unos pellejos de aceite:

– “Tente ladrón, malandrín, follón, que aquí te tengo,

y no te ha de valer tu cimitarra…”.

Reíamos a mandíbula batiente con la Hija de la Caridad

–más recia y afable, más dura y eficaz, más educada y exquisita–

mientras llevábamos una existencia a media luz.

Quiero decir: más hacia dentro que hacia fuera.

A eso no le diría milagro, sino conciencia.

Y cuando se aplica suele dar resultados.

El problema de la conciencia es que exige una enorme dosis

de ingenuidad.

Y no conviene echar a volar entusiasmos prematuros

cuando el presente tenía tantas chaladuras

a destiempo.

Amigo Antonio, en posguerra, y también en Vejer,

nos movíamos entre muertos y heridos bajo los efectos

del rencor ideológico, que seguía ardiendo en todas direcciones.

Con aliviar la bancarrota humana, social y económica

ya teníamos algo que celebrar, bajo la mirada benévola

de la Virgen de la Oliva.

Pero no llamemos milagro aún a lo que sólo era camino,

buen camino.

La euforia es gasolina del milagro,

pero no necesariamente te pone a salvo.

Los años “cuarenta” prometían viejos sonidos

de una nueva artillería.

Saltando del hambre a la enfermedad,

Vejer no tenía límites. También era una población

cruel, como sucede con los espacios

donde conviven más de tres personas.

Aquí eran unos cuantos miles, echen cuentas.

Lo que hasta ahora no había escuchado

es la palabra milagro.

Milagro aplicado a Vejer y al aula de Sor Dolores.

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