Hay una canción que se me viene a la mente de vez en cuando, la tengo anclada en mis recuerdos… “Mi patria, mi bandera, mi segunda piel, el lugar donde quiero volver”, y es justo en esa frase donde me detengo, ni en el texto que va por delante, ni en el que va por detrás.
No se me ocurre mejor definición para expresar qué supone para mí, vivir en familia, ese entorno que proporciona paz a mi alma rodeada de las personas que más quiero. Pienso en mis hijas de 13 y 16 años respectivamente, en ellas y por ellas, cada segundo de mi vida tiene sentido. Que crezcan en un entorno seguro, con amor, salud y prosperidad, para que se conviertan en mujeres valientes, seguras, compasivas, generosas, solidarias, buenas cristianas y honradas ciudadanas, supone la principal razón de mi día a día. Y me acuerdo de Daniel, Boubacar, Abdel, Fátima y tantos otros, que, siendo muy jóvenes, incluso niños, se vieron envueltos en un proceso migratorio, en condiciones indignas, sin protección y sin el abrazo cálido de su madre cuando la esperanza se entornaba oscura.
Recordemos que vivir en familia es un derecho fundamental para todos los menores, protegido por diversos instrumentos jurídicos. Sin embargo, muchas personas se ven obligadas a huir de las condiciones de vida que les ha tocado vivir o se encuentran en medio de guerras, donde sistemáticamente se violan los derechos humanos, como en Ucrania, Gaza, Somalia, Yemen, Siria, Afganistán… Hoy leía en un post de Instagram: “Atendiendo única y exclusivamente al número de víctimas mortales en Gaza, se produce un atentado como el del 11-M, cada día desde hace cinco meses”.
Tiemblo al pensarlo.
Lloro al pensarlo.
La familia unida
En estas situaciones, la realidad se entorna terriblemente dolorosa: la pérdida de seres queridos, la destrucción de sus hogares y la falta de acceso a servicios elementales como la educación, la sanidad o la alimentación básica.
Ante esta realidad que nos interpela, en familia buscamos momentos que inviten a la reflexión y a la oración, desde la solidaridad que necesita de la empatía, desde la compasión que completa la empatía, y desde la acción que da forma a la compasión.
El compromiso por la educación para la paz nace en lo más sencillo y cotidiano, en el seno familiar, con la convicción que juntos podemos ser generadores de cambios positivos para impulsar una sociedad fraterna y justa.
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