Nací en el taller de sastrería del maestro Andrea Fanelli de Chieri; sastre de las sotanas que visten los seminaristas por vez primera. Prontamente fui instruida en la alta dignidad a la que había sido llamada. En una habitación llena de bobinas de hilo negro, agujas, tijeras y dedales me enseñaron que mi color oscuro significa la renuncia al mundo y a sus placeres. Por mi diseño supe que iba a convertirme en la frontera que separa al sacerdote del resto de la gente… Mi vida iba a transcurrir entre honores y dignidades. Viviría rodeada de personas ricas, cultas y serias que llevan una vida ordenada, rezan y hacen obras de caridad. No pude reprimir un gesto de orgullo ante semejante perspectiva. Así creí que iba a ser cuando revestí a aquel joven seminarista llamado Juan Bosco. Me tomó con gran respeto y veneración.
Pero mi vida no ha transcurrido tal como imaginé. En lugar de recepciones en salones señoriales, he frecuentado las celdas de una prisión para reclusos jóvenes. Las primeras veces fui motivo de burlas e insultos. Pero aquel cura joven supo ganarse, a fuerza de respeto y comprensión, la confianza de los jóvenes presos. Las despedidas comenzaron a estar llenas de afecto y promesas de futuros encuentros. Nunca descendí llena de aristocrática dignidad, sino con los bolsillos repletos de caramelos, tabaco y regalos para paliar el dolor de la libertad perdida.
En multitud de ocasiones mi dueño remangaba mis faldones hasta la cintura y se lanzaba a jugar con los chicos. Derrochaba tanto entusiasmo en el juego, que parecía no hubiera nada más importante en el mundo. Me he visto marcada con los cercos blancos que deja el sudor. He soportado sacos de yeso y arena. Conservo en mi piel cicatrices y remiendos sufridos en los talleres. Incluso he sentido en mi piel de tela el desgarro de un disparo dirigido contra Don Bosco.
Nunca olvidaré la mirada agradecida de aquellos miles de muchachos que encontraban en Don Bosco un motivo para vivir. Ellos llenaron mi vida de sentido.
Así viví muchos años. Un buen día, quizás por no oír más a su madre, Don Bosco decidió comprarse una sotana nueva. Creí que había llegado mi final, y me apresté a terminar mis días con paz y serenidad. Pero don Bosco, con gesto entusiasmado, cogió tijeras y agujas y me transformó en el vestido negro de una vieja campesina del Piamonte. Me necesitaba como vestuario para una obra de teatro que había escrito para sus chicos. Y aquí me tenéis hoy, sobre el escenario, descubriendo la dignidad que se esconde tras los aplausos y la risa.
Nota.- Don Bosco recibió la sotana el día 25 de octubre de 1835 de manos del sacerdote D. Antonio Cinzano, profesor de teología moral en el seminario de Chieri y párroco de Castelnuovo de Asti. El joven seminarista Bosco hizo importantes propósitos en esta ocasión. (Memorias del Oratorio. Segunda década. Nº 1).
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