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Delincuentes en deportivas
El “Todo Vejer” procesiona por las calles
canta, reza, charla, observa,
que la gente acude en tropel
a ver la representación de una tragedia.
Hay una guerra incivil en deportivas
con francotiradores de la delincuencia en las ventanas
o con la ametralladora del ordenador en el cuarto de estar.
Si el rencor fue la esencia del populismo
–sumando, restando, multiplicando, dividiendo–,
las campañas de acoso y malversación arreciaron
los años del confinamiento.
También la conciencia de que somos una familia.
Sin sedimentos todavía. Estamos en proceso.
Pero cuando pase vamos a tener ese nuevo conocimiento
de la globalización.
La globalización humana.
Amigo Antonio, la globalización ha funcionado
y funciona
para las drogas, para las armas,
para el dinero, para el capital,
para la corrupción,
pero no para los seres humanos.
No sabemos quién paga la música,
ni la letra de los bots,
que llegan a miles de millones de usuarios,
pero lo cierto es que el odio se ha convertido en vanguardia.
“El bien pronto se vuelve insípido, el amor cae en la indiferencia:
sólo el odio es inmortal”, escribe William Hazlitt,
en su ensayo “El placer de odiar”.
Cuenta que los niños matan a las moscas para divertirse
y que todos leemos con delectación las crónicas
de los crímenes.
¿Qué diría hoy de la decapitación de las estatuas
de Colón, Fray Junípero, Isabel la Católica,
de la toma del poder por rufianes y malandrines?
Disparos virtuales vienen de los tejados
de todos los partidos
de todos los sindicatos
de todos los intereses.
“Las ranas” de La Janda croan para ajuste de cuentas
contra tanto linchador a sueldo.
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Dios, ¿pero existe?
Sentado en un balcón de la calle San Miguel
vivo la procesión del Cristo de la Oliva.
Aprendizaje, sorpresa, oración.
Tiznado de nosotros mismos pasa el Cristo crucificado
sobre el manto de claveles rojos,
al son de los sentimientos vejeriegos sobre Dios.
De nada sirve dudar de la existencia de Dios.
¿Existe o no existe Dios?
La cuestión no es su existencia,
sino la necesidad de que exista,
para batallar con Dios
para caminar con Dios
para vivir con Dios
sin duda con el mismo fervor con el que se cree,
pues Dios es siempre una ausencia.
Es aquella imagen que siempre nos falta,
la imagen ocultada, escondida, disimulada,
a causa del integrismo de la verdad
de la esclavitud de la verdad,
del materialismo de la verdad,
del engaño de la verdad,
por haber tantas verdades y tan numerosas verdades
como motas de polvo.
Pasa el Nazareno de la Oliva
a hombros de los vejeriegos,
no puede proceder de otro lugar
que de la misma mirada de Dios sobre los hombres
–secuencia matemática, acompasada, fondos de oro–
números imaginarios que escapan a nuestra comprensión
en la geometría de hombre clavado en la cruz
y muerto con muerte desbordante.
Y frente al exceso de la muerte,
frente al exceso de funerales y autopsias
–la de mi madre, la de mi hermano, la de mis amigos–,
cuando los cerebros resbalan entre las manos de los forenses
se aniquila la verdad que nos aprieta, nos constriñe
y nos somete,
para alcanzar el éxtasis, el “no saber”, el éxtasis.
Pasa nuestro Cristo de la Oliva,
con continuas sorpresas que no pueden dejar
a nadie en la pasividad…
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Polizón sin sitio
Me asomo al balcón.
El aire manso y limpio es casi pacífico.
Los costaleros convocan alrededor del paso un viento leve
que tiene algo de respiración luminosa.
No estoy en Vejer.
Pienso en Vejer.
Exactamente soy una especie de polizón,
con la carga fugitiva que eso tiene.
De algún modo me he arrancado del mundo físico,
de las cosas de Madrid:
–de Lavapiés, mi barrio; del paisaje de la luz, con el Guernica de Picasso;
del Cristo de Medinaceli, con su medio millón de fans–
para incrustarme en el espacio platónico
del Cristo de la Oliva.
Y lo he hecho con ingenuidad.
“De internis non est disputandum”.
Piensas y caminas. Eso es todo.
Acabo de saber que allí legalmente no existo,
en esa realidad de la Costa de la Luz, en el mar de Alborán,
cercado de normas y fronteras,
atado a balizas, reglamentos y números de identificación,
sumergido en aguas territoriales, aranceles y aduanas,
tiranizado por códigos, tempestades y galernas. No existo.
Amigo Antonio, es extraño, incluso agradable, hasta excitante.
Nunca antes había sido un descolgado burocrático,
colgado en un balcón y asentado tan ricamente,
apoyado en el barandal.
Mi condición es la de un anciano, un tipejo ajeno
a la servidumbre de existir con los papeles en regla.
Si cayese al océano, mi naufragio sería el de un ilegal.
Un ilegal más. Un intruso más.
Existo porque “Paquito” me ha visto,
y se lo ha contado ya a Paco el sacristán mayor, y a Antonio el alcalde, y
a Ignacio el peluquero, y a Oliva la joyera.
Pero soy parte de otro mundo.
El de millones de seres sin sitio.
Como palestinos o judíos.
Como ucranianos o libaneses.
Como rohingyas o…
Como curas católicos sin parroquia.
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Cementerio de San Miguel
El mismo viento que me despeina y me confirma
en este balcón, bajo la luz vertical del sol,
proyecta una inconcreta sensación de vacío.
Este es el Miércoles Santo en Vejer.
Este es el tiempo que toca,
el de existir a la justificación de nuestra fe católica.
Sin miedo a los excesos.
Sin miedo a los tambores.
Sin miedo a las cornetas.
Los hay en cualquier revolución.
Hay que hacer ruido. Si no, no creas conciencia.
Pasa el Cristo de la Oliva.
Los vejeriegos pueblan las calles, soportan inclemencias.
Se dan calor. Y se agotan en oficios rigurosos.
No han aprendido a estar solos. Desde hace siglos.
Me vuelvo al cementerio de San Miguel, solo, denso, acompasado,
de donde salió la procesión.
El año promete viejos sonidos de una nueva artillería.
Está claro. Lees la prensa, Antonio.
Estar fuera de sitio me propicia un inesperado
arrebato de placer.
Es algo que los demás no pueden percibir:
Uno sabe cuando existe, pero sin duda desconoce cuando no.
A veces un papelucho arrugado a la deriva
unas hojas secas de plátano revoloteando
una botellita de plástico vacía
marcan la diferencia.
Me pierdo entre las tumbas. Leo nombres y apellidos. Fechas.
Tomo conciencia de sus orígenes. Tomo conciencia del mío.
Me presiono con dos dedos la yugular del cuello
y siento el flujo de la sangre.
Respirar, apoyar un pie e impulsarme me tonifica.
Haber sido a rachas feliz.
Haber padecido tres infartos mortales
en la Cuesta de Moyano en Madrid.
Padecer un genio insoportable.
Llorar a los muertos, sin poder llorarlos.
Todo esto, que es una afirmación pequeña de la existencia,
pesa ahora menos que un documento timbrado.
Estoy aquí, pero no estoy.
Me apresto a dejarte un mensaje en tu contestador.
Ahora podría gritar y ese grito sería una afirmación incontestable
de existencia. Pero…
estoy en mi pensamiento.
MIÉRCOLES SANTO
24 de abril de 2024
Madrid
Dedicado a todo el barrio de San Miguel de Vejer de la Frontera y a la señora Paca Tello, coordinadora general de todas las actividades de la Parroquia de San Miguel.
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