La cruz y la dopamina

27 septiembre 2024

Poco después de mi regreso de África, tras más de veinte años viviendo en aquel continente, me incorporé a un colegio como profesor en la ESO. Un día vi en el patio de recreo a una adolescente que hiperventilaba, al tiempo que sollozaba estrepitosamente, rodeada de una nube de compañeras solícitas. Extrañado, me acerqué a una de sus amables amigas para preguntar qué sucedía. Ante mi pregunta me respondió escuetamente: “Es un ataque de ansiedad”.

Me sorprendió oír esa expresión, que no había oído en décadas, y también el aplomo con el que emitió el diagnóstico la improvisada enfermera. “Crisis de ansiedad”. Un término que se había incorporado al vocabulario ordinario de unos adolescentes de la ESO, como si de algo familiar se tratase.

Llegado a este punto, seguí indagando, con mi curiosidad de recién llegado a una tribu que me resultaba cada vez más extraña:

“¿Y qué le ha pasado?” – Yo imaginé que se trataría de una desgracia mayor, como la enfermedad de alguien de su familia, o el anuncio de una súbita defunción. Pero no.
“Ha suspendido el examen de mates”- respondió la interpelada.

Yo debí poner cara de no entender nada… y pensé que era mal síntoma que el hecho tan banal de suspender un examen al inicio del curso provocara tal hecatombe emocional, y, por añadidura, tal reacción debía de ser de lo más corriente, pues las adolescentes utilizaban con soltura el vocablo psicológico específico para designar el cuadro clínico de la afectada.

Aquella primera impresión se vio reforzada posteriormente con otras muchas situaciones similares.

Hoy crece la preocupación por los problemas de salud mental especialmente entre niños y adolescentes. Pienso que el estilo educativo tiene mucho que ver con esto. Sin pretensiones de dar nada por sentado, pienso que hay un error de fondo en la forma de educar. Y eso tiene que ver con la gestión de las frustraciones.

La frustración es necesaria en la educación para anclarnos en la realidad y salir de la infancia. Porque a temprana edad el niño es totalmente dependiente, y se han de satisfacer todas sus necesidades, pero a medida que crece, debe ir aprendiendo que sus deseos no siempre se pueden realizar, por lo menos, en el momento en el que él quiere.

Eso es algo que el sentido común de todas las culturas del mundo ha entendido hasta que aparecieron los gurús de la educación. En las culturas antiguas, esto se aprende enseguida, pues, en cuanto el niño es capaz de realizar una tarea, como llevar a su hermanito en la espalda, o cuidar de una cabra de la familia, se le hace responsable, y eso no se discute, ni se le pregunta si le gusta o no. El niño aprende pronto el principio de realidad. A veces con dureza. Pero es seguro que estos niños no van a padecer crisis de ansiedad cuando lleguen a la adolescencia. Nadie necesitará explicarles que la realidad no se somete a sus caprichos, sino que cada individuo se ha de adaptar a la realidad. Lo han aprendido desde pequeños.

Una vez roto este principio tan de sentido común; tan presente en todas las culturas; tan evidente… vienen todos los desaguisados.

Hablando con profesoras de la etapa de infantil es frecuente escuchar el caso de niños de tres años que son incapaces de adoptar disciplina alguna y someterse a las normas de clase, porque en su casa jamás han escuchado un “no”. La gran preocupación de estos progenitores es que sus hijos “no se frustren”, como si eso fuera la gran desgracia.
Pues lo más sano es lo contrario; es enseñar gradualmente a esas tiernas criaturas que la realidad no es como uno quiere que sea. Que los demás no pueden plegarse continuamente a sus caprichos.

Que uno tiene sus limitaciones y no sabe ni puede hacer todo.

Que los demás ni deben ni pueden estar continuamente pendientes de sus santos caprichos, como ocurrió en los primeros meses de vida.

Que el mundo no gira en torno a ellos.

Estos padres se creen obligados a preguntar al niño qué quiere comer; dónde quieren ir el fin de semana.

Una buena terapia es la de Jesús: la de pensar en los demás; estar pendiente de las necesidades ajenas. Preocuparse de la felicidad de las personas que sufren.
Supone salir de la eterna infancia; porque vivir para los otros es sanador. Cura de muchas crisis de ansiedad y de autoestima; porque es amando como una persona crece; olvida sus complejos; pasa menos tiempo delante del espejo, y se preocupa más de lo que le falta a otros que de los kilos de más que indica la báscula. La sabiduría de la cruz, en definitiva, es una buena terapia frente a la autorreferencia tóxica.

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