Entre cascotes y escombros
Tan sólo me queda un amargo recuerdo de lo que viví en otro tiempo. Hube de marchar antes de llegar. Fui un anhelo convertido prematuramente en cascotes y escombros.
Todavía recuerdo mis inicios. Los ojos de don Bosco no se cansaban de acariciar las finas líneas de tinta china delineadas sobre papel vegetal. Yo era un plano llamado a convertirme en un edificio para albergar las clases nocturnas de los aprendices. Me sentía orgulloso de compartir anhelos con aquel cura joven.
Días después, un centenar de muchachos, arrebujados en sus raídos jerseys de lana, aplaudían mientras don Bosco colocaba la primera piedra de mi cuerpo. Dio órdenes a los albañiles para que aceleraran mi construcción. En cuanto pude apoyarme sobre los cimientos, creció mi silueta de ladrillos ensamblados con mortero de cal, arena y agua.
Una aciaga noche descubrí que algo no iba bien. Sufría grandes dolores en mis articulaciones. Debía hacer ímprobos esfuerzos para mantenerme en pie.
Días después me horroricé al descubrir el motivo. Aquellos ruines albañiles escamoteaban la cal al amasar el mortero que ensamblaba mis ladrillos. Quise gritar. Avisar del fraude a don Bosco. Pero los edificios no tenemos voz. Somos un silencio erguido.
Lo peor vino después. Comenzó a caer una pertinaz lluvia. Cesaron las obras. Los aguaceros diluían la poca cal que unía a mis ladrillos. Me deterioraba. Mi ruina era inminente.
Larga y penosa fue la noche de mi adiós definitivo. Llovía. Yo había perdido toda la energía. Cuando iba a caer, descubrí que varios muchachos correteaban a mis pies. Hice acopio de las pocas fuerzas que me quedaban. Resistí hasta que se fueron a dormir. Dejé caer entonces el muro más lejano. Un inmenso dolor recorrió mi cuerpo. El ruido de mis ladrillos al derrumbarse fue como un alarido grave y profundo. Respiré aliviado. Había conseguido despertar a don Bosco y a sus muchachos.
Luego, barahúnda y griterío desordenado. Cuando comprobé que todos estaban alejados, dejé caer otro de mis muros. Nuevo estrépito. Mayor desolación.
Antes de despedirme de este mundo, pude contemplar la entereza de don Bosco. Convirtió el comedor y la iglesia en improvisados dormitorios. Renació una calma efímera.
Pero yo estaba herido de muerte. Al amanecer, volvió a crujir mi cuerpo. Cayó mi tercer muro. Cascotes y ladrillos rotos se mezclaron con una tierra sucia y embarrada.
Mientras agonizaba, me embargó un sentimiento de nostalgia: ¡Cuánto me gustaría ver el nuevo edificio que me iba a reemplazar! Porque algo me decía que habría un nuevo edificio tan grande como la confianza que don Bosco tenía en la providencia de un Dios que siempre cuida de sus muchachos.
Nota. 1 diciembre 1852. Don Bosco amplía el Oratorio. Comienza a levantar un edificio para alojar las escuelas nocturnas. Las prisas, los deficientes materiales de construcción y la lluvia provocan el derrumbe de la obra. No hubo desgracias personales. (MBe IV, 387-396)
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