Estaba allí, en Valdocco, aquel 31 de enero de 1888 en el que Don Bosco murió. Había tenido el privilegio de confesarse con él durante los dos años precedentes desde que había llegado al Oratorio. Le vio apagarse de manera serena, rodeado por sus jóvenes y por salesianos que habían llegado de lugares lejanos para despedirse de su padre, para acariciarle, velarle, escucharle decir palabras que celosamente custodiaron como un tesoro: ¡Valor, adelante, siempre adelante! ¡María Santísima, ayúdales! ¡Hasta que nos veamos en el Paraíso!
Luis Orione era aquel muchacho que mucho tiempo después, reviviendo aquel día sintetizó hasta qué punto Don Bosco había tocado el corazón de aquellos muchachos: «Caminaría sobre carbones encendidos por ver una vez más a Don Bosco para darle las gracias».
Gracias Don Bosco porque también has tocado nuestro corazón y sigues hoy haciendo milagros a través de quienes educan y evangelizan con tu sonrisa, tu tenacidad y tu acogida. Gracias porque sigues presente en nuestras casas salesianas que hoy bullen de vitalidad, de momentos de encuentro y de ambiente de familia. Gracias porque nos enseñaste a escuchar, a prevenir, a generar ecosistemas que integran y sanan. Gracias Don Bosco porque el encuentro contigo nos ha acercado a Jesús y nos ayuda a vivir con paz y con esperanza.
Mantengamos viva la llama de esta herencia que hemos recibido. Que toda tu familia salesiana, los educadores que habitan tus casas y los jóvenes que están en ellas, te sintamos de nuevo decirnos a nosotros, lo que tus hijos escucharon cuando ya te abandonaban las fuerzas: «¡Valor, adelante, siempre adelante!»
Feliz fiesta de Don Bosco
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