Sigo con mis dedos manchados de noche, arresto domiciliario y bolígrafo y me apresto a terminar varios articulillos que me den de sí para un librito vivo, o dos, o tres, si bien ya la voz del escritor sólo declama zozobras y heridas.
Amigo Javier, aunque sea de pasada, tengo que hablar de la Masonería (dejo casi terminada una Historia General de la Masonería en el País Vasco entre mis papeles, ¡ay! Que la busco y no la encuentro. ¡San Antonio bendito!), al hablar de Mozart y de su ópera “La flauta mágica”, que como incesante rumor me acompañó en largos ratos de archivos sobre los papeles de la Masonería o de las guerras carlistas o de las guerras inciviles del siglo XX en Salamanca, Madrid, Roma, Donostia o Vitoria.
Cuando escucho “La Pasión según San Mateo” de Bach, siento una emoción y un recogimiento interior tan grande, que se me hace sensación casi inefable, experiencia destilada en el alma. Cuando escucho la ópera de Mozart, vuelvo a la infancia y al mundo de los sueños. Vuelvo a los días de lluvia de Casbas de Huesca sobre todo, desde los 5 a los 7 años, cuando mi abuela Mamá Nona y mi tío Mosén Gregorio se quedaban callados, como sobrecogidos por aquel misterioso acontecer que era la lluvia cayendo y sonando sobre las terrazas, tejados y sobre el mismo campo. Creo que no hay ninguna otra obra en la historia de la música que me haga más feliz.
La gran paradoja es que el genio de Salzburgo compuso esta ópera con un apetito incalculable, precisamente a lo largo del último año de su vida, cuando su salud –aturdida e indiferente– cabalgaba hacia su fin. Llegó a estrenarse en Viena, en 1791, dos meses antes de morir. O sea. Mozart cargó con obstinación sobrehumana, regada con un ejército de neuronas, rebosantes de inteligencia para terminarla. Su ambición y su consuelo era ayudar a su amigo Emanuel Schikaneder, el autor del libreto que era masón.
Las letras de Schikaneder eran el correlato exacto del alma sincopada de Mozart. Unas letras sobre la libertad, la felicidad y las alienaciones del hombre que podían impactar directamente en la solapa de la burguesía y, la vez, entraban en combustión entre los parietales de un pueblo apasionado al que se le ponía el corazón con los ritmos hipnóticos de la orquesta. No sé. Quizás.
Hay una revolución permanente en Mozart que hace ya de “La flauta mágica” una almena de desagravios personales y colectivos. Es un cuento de hadas –libérrimo, gozoso y joven– y una historia de amor. Ahí es nada y tal y qué se yo. Pero la capacidad devastadora de su creación no tiene fin y hace de su ópera una exaltación de la libertad y la fraternidad universal (“libertad, igualdad, justicia, pluralismo”, las bases fundamentales de nuestra Constitución de 1978, que tuve que enseñar tantas veces con resultados desiguales), huellas principales de la Ilustración y de su audacia sin tregua, a través de una simbología masónica.
La Masonería, otra vez. ¿La extravagancia de los librepensadores? ¿La excelencia de los ilustrados?
La potencia total de la ópera de Mozart ha hecho correr ríos de tinta para interpretar sus claves ocultas. La inspiración musical y el virtuosismo de sus arias se le afianza en la masa de la sangre a la altura del mejor Bach, por ejemplo. Ahí estaba su misión appeal, en la capacidad de jugarse el pellejo, sin romperse nunca por dentro.
Amigo Javier, el pasaje que a mí más impresiona es cuando Tamino, preso de la desesperación, exclama: “¡Oh, noche oscura!”. ¿Cuándo vas a desaparecer? ¿Cuándo voy a encontrar luz en las tinieblas?”. Y el coro ataja: “Pronto, pronto, o jamás”. Ese principio de oscuridad formaba parte del espíritu de estaño del artista Mozart. Cierta ambigüedad de referentes tenía una de sus raíces en una herencia punk, de la que nunca escaparía. Perdona el juicio de valor y el anacronismo.
¿No lo palpas, no lo oyes, amigo Javier?
Mozart cree en la música como libertad. Mozart cree en la palabra como libertad. Su creación tiene la belleza de quien sabe que una de las angustias de vivir consiste en no aceptarse. (Quien se acepta, se suele instalar en el integrismo más ruin, perdona). Él sabía que su vida tocaba ya a su final y, por ello, el diálogo de Tamino con el coro alcanza una dimensión trágica, abroncando al mundo como un Zeus tonante. La noche oscura –ese hallazgo sutil de Juan de la Cruz– ya estaba instalada en su alma, como refleja su inacabada misa de “Requiem”.
El tiempo diría y dijo.
Hay docenas de versiones de “La flauta mágica”, pero mi favorita es la de Ingmar Bergman, que la llevó al cine en 1974. Instalado unos días de agosto de 1975 en casa de José Mª de los Santos y López, en el Viso del Alcor, me invitó a ver la peli del sueco en Sevilla, junto a su hermano mayor y los salesianos Antonio Muñoz, Escudero, Camba, Cuesta, Tejera y Gutiérrez.
Eran días tan grises y tan ciertos.
La alegría, el triunfo del amor, la fraternidad universal de esta ópera son el contrapunto del poder del mal incontrolado, representado por personajes como Monostatos y la malvada Reina de la Noche, derrotados por la luz del nuevo día. El realizador sueco juega con un teatro de marionetas que le impactó desde pequeño. El guiñol más que una musa de Bergman parece un enigma, una obsesión, una estética de decorados sacados de un cuento de hadas.
Bergman.
Es el talento de un artista que arde en todas las direcciones y un genio creativo desde el que establece un código propio.
Es el fotógrafo que enfoca con su cámara a una niña y al mismo tiempo a decenas de personajes, que escuchan la ópera en el patio de butacas.
Inquietante y sideral, salta la cara del propio Bergman durante unas décimas de segundo entre el público, cautivado y sometido por la magia de Mozart. El coqueteo con la utillería de los títeres es otro gesto más de su desafío, una estética rebelde, original y propia, más que una simple apología del libreto.
Bergman.
Una vez rematado todo este ritual, se abre el telón y aparece Tamino peleando contra un dragón, con instinto de jaguar que va, claro, a alancear por fuera y sobre todo por dentro el cimiento de toda la obra. Una vez tomada esta plaza de la vista conviene saltar algo más lejos y Bergman lo consigue con una fiesta de relámpagos que iluminan el escenario.
Todos estábamos allí, unidos por el lenguaje universal de la música y rendidos por la emoción. La obra nos transportaba al reino mágico de los sueños. En mi cerebelo iba hilvanando los barquitos de papel que desarrollábamos en manuales y yo arrojaba al Manzanares (¿sería marinero?); la fuente de La Tripona, en El Retiro, de donde emanaba toda el agua de Madrid; el Palacio de Cristal y la 1ª Exposición de Juguetería en la que participamos los chicos de Salesianos Atocha, del brazo de salesianos como Higinio Arce, Ramón Soler, Francisco Callejas, Venancio Rodríguez; o las maravillosas zarzuelas Trino de plata o El nacimiento del Mesías del gran Felipe Alcántara, nuestro Mozart catalán, en las que salía de enanito o diablillo.
Cuando Tamino y Pamina vencen al mal y Sarastro bendice su unión, la representación, que ha durado dos horas, acaba, abro los ojos y la realidad brilla con una nueva luminosidad.
Después de tomar un café en La Campana, calle Sierpes, echamos a volar. Y volamos. A algunos no los volví a ver. Más música y menos abrazos: “La Flauta Mágica”.
Profundo y conmovedor Paco.
Unas cosas, Don Paco, nos van llevando a otras y de pronto nuestros recuerdos estan pisando el proscenio de aquel gran teatro que fue, el de los Salesianos de Atocha y admirados vemos como a nuestros pies se abre el suelo de ese escenario y emerge una caroza de fuego gobernada por Lucifer, con su cohorte de diablillos rojos que fogosos cantan: «Guerra, guerra, guerra a los humanos…»
Bach, Mozart, La flauta mágica, El nacimiento del Mesías, el gran Felipe Alcántara… nuestra historia.
Lleno de lirismo y de energía del sabio con la inigualable perspectiva vital que dan los años vividos con pasión.