Gracias, papa Francisco

24 abril 2025

Se veía venir. Su muerte no ha sorprendido a nadie. Su estado de salud, y su edad  presagiaban que no iba a durar mucho. A una productora, incluso le ha dado tiempo para llevar a cabo una película basada en un supuesto cónclave que tiene muchos guiños a la situación actual.
 
El Papa Francisco ha inaugurado, desde su comienzo, un estilo de papado diferente. Desde la renuncia a vivir en la residencia oficial, y trasladarse a Santa Marta; su rechazo a incorporar el clásico numeral al lado de su nombre; su renuncia al calzado oficial que rompe una tradición secular; su estilo directo y espontáneo, lejos de la rigidez vaticana… y, sobre todo, su forma de escribir, también alejada de los formalismos y lenguaje distante de las clásicas encíclicas papales.
 
Todo eso no es más que lo superficial. La contribución de Francisco ha ido más allá de estos detalles, que, con ser significativos, no son más que indicadores de un cambio mucho más profundo.
 
Los cambios más significativos se refieren a la reforma al interior de la Iglesia, por un lado, y, por otro, a las prioridades de la Iglesia con relación al mundo.
 
Una de las cosas más significativas ha sido depurar desde dentro las malas prácticas en el tema de los abusos sexuales. Esto lo había comenzado el papa Benedicto, pues nada más ser nombrado papa, redujo a Maciel al estado laical, y lo expulsó de la congregación que había fundado. Pero ya sabemos que Benedicto XVI dimitió ante las resistencias internas que encontró. Otra de las reformas importantes ha sido la reforma de la Curia, a la que definió en diciembre de 2013, como “La lepra de la Iglesia”, utilizando una expresión para referirse a una institución vaticana, que chocó por su crudeza.
 
Ha sido implacable con la corrupción y las malas prácticas de la curia, favorecidas por la falta de transparencia y de control, acumulados a lo largo de los siglos.
 
En todo esto ha sido muy claro, y no ha tenido miedo de provocar terremotos internos, poniendo en evidencia el principio que ninguna institución humana, por vaticana que sea, está por encima de la ética. Que no se puede invocar la autoridad eclesiástica, ni la reputación de la institución para amparar abusos, del tipo que sean. Y, en definitiva, que nada hay más sagrado que la persona humana, y que nada puede ponerse por encima de la dignidad de las personas.
 
Otra de sus líneas de actuación ha sido su posición ante temas que parecían tabú: la homosexualidad; la pastoral de personas divorciadas; la actitud ante nuevas formas de familia. Francisco no ha cambiado en nada la ética cristiana. Simplemente, ha insistido en la misericordia. A lo largo de la historia, la Iglesia ha adoptado más el papel del hijo mayor en la parábola del padre misericordioso, centrándose más en la justicia que en la misericordia, y ofreciendo una imagen de Dios que poco tiene que ver con la que Jesús presenta en su evangelio. Esto ha suscitado muchas críticas al interior de la Iglesia, de aquellos que siguen identificando la praxis de siglos, con la esencia del Evangelio.
 
Pero donde el Papa Francisco ha ganado mayor número de enemigos, ha sido en sus posicionamiento frente a los poderes económicos, a los que ha criticado duramente en todas sus encíclicas, en las que habla claramente en contra de la dictadura de los mercados; fustiga un sistema económico “que mata”; critica los dogmas del neoliberalismo, y propone una intervención del Estado en la economía, como han hecho TODOS los papas desde la encíclica “Rerum Novarum” de León XIII.
 
Francisco ha sido original en su preocupación por el ecologismo, y ha dedicado toda una encíclica a la emergencia climática, la “Laudato síi”, en la que insiste en la necesidad de darle importancia ética al respeto por el medio ambiente, poniendo el dedo en la llaga de la causa del desastre medioambiental: un sistema económico que arrambla con los derechos humanos, no se para a respetar el medio ambiente.
 
No es de extrañar que Francisco no haga ninguna gracia a los ultraconservadores, y haya estado en el punto de mira de las fuerzas de ultraderecha, dentro y fuera de la Iglesia, que se alían con el neoliberalismo, invocado como ejercicio de la libertad, cuando no es más que un señuelo para favorecer la libertad de la oligarquía a disponer de la vida de los que no tienen poder.
 
Su defensa de los inmigrantes, como la parte más débil de la población; siguiendo la línea evangélica del buen samaritano, su insistencia en un cristianismo comprometido con la paz; los puentes que ha tendido con el Islam, cuando la ultraderecha utiliza la identidad cristiana como confrontación con lo que ellos llaman “invasión” musulmana; su crítica al sionismo, su apertura a “TODOS, TODOS, TODOS”, como él mismo proclamó, frente a aquellos que, utilizando una expresión suya, quiere convertir la Iglesia en “una aduana”, le han valido las iras de aquellos que acataban sin rechistar la autoridad papal, cuando iba en armonía con lo que ellos consideraban ortodoxo.
 
Francisco no ha inventado nada. Ni en moral sexual, ni en moral social. Solo ha recordado que el Evangelio no es un documento literario, sino una llamada a la misericordia; un desafío a tomar partido por los últimos, los que carecen de oportunidades en la vida; es una llamada a comprometerse con el Reino, sin tener reparos en ocuparse del herido, aunque no sea de nuestra etnia. Francisco ha recordado que una sociedad que se autodenomina cristiana debe posicionarse en favor de los débiles, y debe dejar la piel, enfrentándose a los nuevos faraones.
 
Necesitamos otro papa como él. No porque sea de la línea de Francisco, sino porque siga las sendas del Evangelio, y las que trazó el Concilio Vaticano II, sesenta años atrás.
 
Gracias, Papa Francisco, por lo que has dado a tu Iglesia.

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