La muerte del papa Francisco y el posterior desarrollo del cónclave han sobrecogido al mundo por la fuerza simbólica de la liturgia de la Iglesia. La solemnidad de los ritos, la densidad de los silencios, la fuerza de palabras añejas en una lengua que la mayor parte de los oyentes no entiende, ha generado un clima emocional contagioso que ha tocado el interior de las personas provocando sentimientos profundos.
La ceremonia de elección de un Papa siempre ha sido así, pero, tal vez, porque respiramos una atmósfera cada vez más impregnada del funcionalismo y la inmediatez de la tecnología, contemplar la fuerza del símbolo que nos acerca al misterio, ha sido mucho más significativo que en el pasado.
El hombre es un animal simbólico y no solo un ser vivo que cumple un ciclo biológico. La capacidad de dotar a objetos, situaciones y personas de un significado profundo que toca la dimensión más emotiva y espiritual de nuestro ser, es un indicador de humanidad. Los símbolos se pueden convertir en auténticos sacramentos cotidianos que nos ayudan a dar profundidad a experiencias de vida y muerte, de amor y sufrimiento.
Cuidar la existencia
Cuidar el símbolo es cuidar la profundidad de nuestra existencia. Hay sentimientos que se comunican mejor con un gesto que con un discurso, hay palabras que requieran buscar el sitio y el momento oportuno para ser expresadas. El símbolo nos ayuda a sacar fuera lo que se ha reflexionado en el silencio y a conservar con nosotros lo que se ha vivido para que no desaparezca.
Quienes hemos pasado por la experiencia de la pérdida de un ser querido y hemos podido mirar de frente a la muerte sin huir de ella, atesoramos esas palabras de despedida, esas caricias que aún se sienten, ese universo simbólico creado en las últimas semanas de vida de quien amábamos y que permanecerá ya para siempre con nosotros.
El amor necesita de símbolos adecuados para poder expresarse. Ya sea ante la muerte o ante la vida, en las tristezas o en las alegrías que acompañan la existencia humana. La belleza, el arte, el silencio, el símbolo compartido en comunidad donde uno se siente parte de un grupo que queda envuelto en una estética cuidada, serena y solemne es un camino privilegiado para canalizar una renovada búsqueda de Dios, presente entre jóvenes y adultos que empiezan a manifestar un hastío con la tiranía de lo inmediato, de lo superficial y del vacío de sentido.
Tal vez, algo nuevo esté brotando en esa búsqueda de espiritualidad, de comunidad y de sentido que puede llevar a un encuentro con Dios. No serán los discursos lógicos los que hoy lo canalicen sino el encuentro con lo simbólico que toca el corazón del ser humano. No es algo nuevo, pero lo que hemos visto en el Vaticano tras la muerte del papa, puede enseñarnos cómo ayudar a rezar, a callar, a sentir y a expresar esa búsqueda de Dios en las coordenadas de hoy.
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