Un bordado de alegría
La aguja y el dedal de Mamá Margarita dieron forma a mi cuerpo. La buena mujer adquirió un trozo de tela en el mercado de Castelnuovo. Compró varios botones al buhonero. Y en horas de invierno, junto a la lumbre de la casita de I Becchi, sus manos me transformaron en un delantal. Nací sencillo y humilde: coraza y defensa imprescindible para batallar en las tareas diarias del hogar.
Mi dueña era una mujer laboriosa y siempre dispuesta al trabajo. Al principio, mi misión se limitó a proteger el humilde vestido de Mamá Margarita. Fui escudo ante las inoportunas manchas de aceite. Me transformé en guante para tomar el mango de la sartén recalentada sobre las trébedes. Transporté pequeños troncos de leña; promesa de cálido hogar. Sequé sus manos. Me convertí en la segunda piel de mi ama.
Pero un buen día, todo cambió. Mi propietaria abandonó su pequeña casita y se trasladó a la ciudad de Turín. Se convirtió en la madre de los hijos de su hijo; un sacerdote joven que acogía a los niños de la calle.
Junto a ella, mi misión de delantal aprendió nuevas y entrañables tareas. Sequé las lágrimas de aquellos pequeños que habían hallado en Mamá Margarita la ternura de una madre reencontrada. Con un poco de agua limpié los tiznados rostros de los limpiachimeneas. Quité los mocos de los más pequeños. Curé las heridas de los niños albañiles explotados por patronos sin escrúpulos.
Pero lo que más me marcó fue una experiencia vivida junto a Don Bosco. Todavía me parece estar viendo a los pequeños obreros regresar taciturnos tras una jornada agotadora. Al calor del Oratorio florecían sus sonrisas. Y de pronto Don Bosco me tomó entre sus manos. Mi cuerpo de delantal se paralizó. Nunca me habían colocado sobre la sotana de un sacerdote… ¿Dignidad inmensa o histriónico esperpento?
Mis dudas se disiparon prontamente. Juan Bosco comenzó a ejercer de cocinero: preparó la polenta, mondó patatas, las puso a freír, desgranó guisantes, partió el pan. Me uní a su trabajo.
Pero lo más admirable fue descubrir el nuevo condimento con el que sazonaba los alimentos: cocinaba y reía; servía la cena y dibujaba sonrisas; contaba anécdotas; cantaba; tenía un detalle para cada chico… Un aroma de alegría convirtió al Oratorio en un hogar.
Nunca olvidé aquella noche en la que Don Bosco hilvanó encajes de alegría sobre mi tela remendada y gastada. Y cuando hube de despedirme de esta vida, lo hice con una sonrisa; la misma que Don Bosco había bordado sobre el viejo tejido de mi cuerpo de delantal.
Nota: Años 1847-1848. El Oratorio es una realidad incipiente. Mamá Margarita y Don Bosco se afanan por realizar las tareas domésticas que convertirán al Oratorio de Valdocco en un hogar para los muchachos aprendices, que «quedaban embelesados al ver a Don Bosco con su delantal haciendo de cocinero. Comían aquel día con más apetito» (MBe III, 280-281).
Fuente: Boletín Salesiano
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