
Elena Martínez
Hay personas que no solo pasaron por nuestra vida… la protagonizaron. Fueron parte de los capítulos más importantes, de esos momentos que nos hicieron reír, llorar, aprender o crecer. Y aunque hoy ya no estén físicamente, su papel en nuestra historia no se ha terminado.
A veces pensamos que cuando alguien se va, su historia con nosotros se cierra. Pero en realidad, siguen apareciendo en cada recuerdo, en cada decisión y en cada parte de lo que somos. Porque si alguien marcó nuestra vida, su presencia no desaparece: se transforma.
No importa cuánto tiempo pase, hay personas que siguen escribiendo con nosotros, aunque ya no estén con nosotros. Están en nuestras palabras, en nuestra forma de mirar el mundo, en los valores que decidimos mantener. Siguen siendo parte de nuestro guion, aunque ahora sólo habiten en la memoria y en el corazón.
Tal vez esa sea la verdadera inmortalidad: seguir viviendo en las historias que dejamos dentro de otros. Y si lo piensas bien, esas personas siguen aquí, cada vez que las recordamos con una sonrisa y reconocemos que nuestra historia —sin ellas— no sería la misma.
Este año viví uno de esos contrastes que solo la vida puede escribir: justo un mes antes de convertirme en madre, tuve que despedir a mi abuela Carmela, la última que me quedaba con vida. Tenía 97 años, una vida llena de historias, de risas, de manos que siempre estaban dispuestas a cuidar.
Su pérdida llegó en un momento en el que yo me preparaba para dar la bienvenida a una nueva vida. Y aunque fue muy duro, entendí que así es el ciclo de la vida: mientras una luz se apaga, otra comienza a brillar. A veces la vida y la muerte se cruzan de una forma que nos enseña que el amor no desaparece, solo cambia de lugar.
Mi abuela Carmela fue, y sigue siendo, una de las grandes protagonistas de mi historia. Sus palabras, sus gestos, su manera de ver el mundo… todo eso está en mí, y ahora también en lo que soy como madre.
La luz que nos deja un ser querido nunca se apaga, simplemente brilla en otro lugar.
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