Verdugo penitencial
Mamá Margarita nos conservaba en el rincón más fresco y seco de la despensa. Permanecí encerrado en un saco durante varias semanas. Compartí horas de aburrimiento junto a multitud de hermanos míos. Ansiábamos convertirnos en alimento para los chicos del Oratorio.
Como buenos garbanzos, estábamos orgullosos de nuestra redonda fortaleza. Por eso nos incomodaba el trámite al que nos sometería Mamá Margarita antes de cocinarnos: mantenernos a remojo en agua con bicarbonato durante la noche; tedioso ritual que eliminaría nuestra dureza.
Pero mi vida nunca fue como la imaginé. Aquella noche de invierno lo cambió todo. Al abrigo de la oscuridad, uno de los chicos de Don Bosco se acercó al saco que nos albergaba. Se alumbraba con un quinqué de aceite. Miró furtivamente a uno y otro lado. Introdujo su mano. Me tomó junto con dos hermanos míos y marchó.
Al ver que no me ponía a remojo, me alegré. Pero, ¿qué destino me aguardaba? Lo descubrí con las primeras luces de la mañana… Aquel muchacho –al que todos llamaban Domingo Savio–, tomó uno de sus zapatos. Me depositó en su interior. Se calzó. Anudó los cordones… Quedé aprisionado entre el cuero del zapato y el pie del chico.
¡Qué agobio! El zapato me presionaba. Yo sentía, tras el calcetín, la fina piel del muchacho. Deseé que la dureza de mi cuerpo se tornara suavidad para no hacerle daño. Aguanté. Quedé sin fuerzas. Me abandoné. Comencé a herir su pie. Pasé una mañana horrible pensando el dolor que yo le causaba a cada paso que daba. Maldije mi suerte. La misión de un honrado garbanzo no es causar sufrimiento.
A media mañana llegó Don Bosco, mi «libertador». Con sonrisa amplia se acercó a Domingo. Al ver su rostro entristecido le preguntó cómo se hallaba. El chico, con una mueca cincelada por el dolor, confesó: «Es cuaresma y hago penitencia por mis pecados». En voz baja le relató mi historia; la triste historia de un garbanzo convertido en verdugo penitencial.
La reacción del sacerdote fue rotunda. Ordenó a Domingo que me sacara del zapato. Dejé de herir su piel. Respiré aliviado. Mientras Domingo me arrojaba junto a la tapia del patio del Oratorio, escuché decir a Don Bosco: «Hacer penitencia es tener paciencia cuando te injurian; sonreír; no andar quejándose del frío o del calor… trabajar por hacer el bien».
Domingo se alejó reconfortado. Yo quedé en un rincón del patio. Semanas después, la humedad y el tibio sol de primavera me hicieron germinar. Broté de puntillas hacia lo alto. Una nueva sabiduría orientaba también mi vida: transformé mi dureza de garbanzo en un tallo poblado de aterciopeladas y verdes hojas.
Nota: Cuaresma 1856. Domingo Savio, deseoso de hacer penitencia, castiga su cuerpo sin alimento y sin abrigo. Coloca garbanzos y astillas en sus zapatos… Don Bosco le prohíbe tales mortificaciones. Le orienta hacia nuevas formas de vida espiritual (MBe V, 158). (Vida del joven Domingo Savio, cap. XV).
Fuente: Boletín Salesiano
Mil gracias por sus artículos, gran sabiduría en cada uno se ellos.