El puchero de barro

Las cosas de Don Bosco  |  José J. Gómez Palacios

7 septiembre 2021

Aliento de vida

Panzudo y viejo. Arrumbado en la alacena de la cocina. Soportando el tedio del olvido. Así transcurrían mis noches y mis días.

La vida depara pocos sobresaltos a los pucheros de barro: el trajín del quehacer diario sobre el fuego; una vejez de abandono; y finalmente, nuestro cuerpo de arcilla desmembrado en cascotes sobre el suelo.

La única esperanza que colmó mi vacío, se fraguó una noche al calor de la lumbre. Brotó de los labios de una mujer. Sus palabras fueron anuncio y profecía.

Siempre lo recordaré. En la casita de I Becchi había concluido la cena: un plato de polenta y unas rebanadas de pan aderezadas con aceite y sal. Fuera ululaba el viento frío del invierno. Mamá Margarita, tras avivar los tizones del hogar, narró a sus tres hijos una historia de barro y amor: la creación del ser humano: “Y Dios formó al hombre de arcilla. Y cuando el barro estaba todavía tierno, sopló en su rostro un aliento de vida… y el hombre comenzó a existir”.

Aquellas palabras resonaron en mi interior. Y pensé: “Si mi cuerpo es de barro… tal vez yo pueda tener vida algún día: abandonar mi silencio; sentir algo más que el calor del fuego; compartir anhelos…”. Pero enseguida regresé a la realidad. Rechacé mis quimeras. ¡Nadie soplará nunca un aliento de vida sobre mí!

Varias noches después, algo turbó mi quietud. Juanito Bosco me tomó entre sus manos. Me depositó sobre la tosca mesa de madera. Aguardó a que Mamá Margarita llenara mi vacío con sopa caliente. Me sentí útil.

El pequeño Juanito debía llevarme hasta la mísera casa de un anciano empobrecido. La oscuridad de la noche sellaría el secreto. Impediría que el anciano se sintiera avergonzado y mendigo.

Juanito me sujetó con cuidado. Caminamos por el sendero. Un paño rodeaba mi cuerpo. Contuve el calor para evitar quemar las manos del niño. Pero, al contacto con el frío de la noche, no pude evitar que una nubecilla de vapor ascendiera desde mi interior y llegara hasta el rostro del muchacho.

Fue en ese momento cuando Juanito sopló con fuerza sobre mi cuerpo. Intentó apartar de sus ojos el vaho que surgía de mis entrañas. Sus labios soplaron varias veces sobre mi barro.

Y entonces, se produjo el milagro. Las palabras de Mamá Margarita se hicieron realidad. Pequeños latidos palpitaron en mi interior. Mi cuerpo inerte se llenó de vida; una vida con rostro de solidaridad.

Llegamos a casa del anciano. Lentamente se difuminó aquella sensación. Regresé a mi realidad de puchero… Pero ya todo fue distinto. Algo me decía que el soplo de aquel muchacho sería para siempre un hálito de vida.

Antes de convertirme en un montón de cascotes, escuché decir que la existencia de Juan Bosco fue un aliento inmenso capaz de comunicar vida y dignidad al barro de los muchachos pobres del mundo entero.

Nota: Cuando Juanito Bosco era un niño, Mamá Margarita socorría habitual y discretamente con un puchero de sopa caliente a Cecco, un vecino anciano y empobrecido (MBe I, 141).

Fuente: Boletín Salesiano

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