Llevaba ya casi dos años sin visitar a mi familia. La pandemia cerró las posibilidades de viajar y rompió mis agostados deseos de encuentro, ocultos bajo el tenue color de la mascarilla. Una prescripción médica por falta de vitaminas me regaló, como el mejor tratamiento, la vuelta al pueblo para estar unas semanas con mi gente en busca de las raíces.
Hacía en tren un largo viaje. Distribuidos los viajeros en diagonal para marcar las distancias preceptivas, mi compañía varió varias veces a lo largo del trayecto. La tercera de las ocupantes del asiento fue una señora que ya no cumplía los sesenta. Llegó, en su momento, se sentó y, a los pocos minutos, sacó de su bolso un libro para acortar el tiempo e instruir la memoria. El libro llevaba por título, nunca lo hubiera imaginado, “30 días con Don Bosco”. Observé el libro y miré a mi compañera de viaje. Ella percibió el reclamo de mis ojos y una acogedora sonrisa.
– ¿Lo conoce?
– Sí, desde ya hace algún tiempo. Yo soy salesiano.
Don Bosco une y cambia vidas
Ahora fueron sus ojos los que cantaron una mal disimulada sorpresa.
Ambos en silencio releíamos el libro, yo con mis recuerdos, ella en una de las páginas del inicio. “Más que nunca en un mundo enfermo y asustado, hoy, como entonces, tenemos necesidad de proponer a Don Bosco para creer, como él, que la santidad es posible, en lo cotidiano débil y repetitivo de la vida…”. Esta lectura te ayudará “a respirar recuerdos y quitar el polvo que continuamente se deposita no solo en los muebles de la casa, sino también en el alma, para que puedas tener aquel corazón oratoriano, que siempre te ha fascinado”.
No había trascurrido media hora y mi compañera terminaba su viaje. Ella se iba con su libro de Don Bosco; yo me quedaba, una vez más, pensando, soñando con Don Bosco en mi corazón.
– “Seguiré leyendo el libro –me dijo como despedida–, el protagonista me tiene cautivada. Conocerlo ha sido una de las mejores cosas que han sucedido en mi vida.
– “Muchas gracias por sus hermosas palabras –dije, mientras le ayudaba a bajar el equipaje.
Las tres horas que me restaban de viaje, a partir de este momento, las hice muy acompañado. Don Bosco estaba en mi horizonte y se había hecho presente a través de aquella “dama oratoriana” que encontré viajando, de Vigo a León, un vulgar y anodino siete de agosto.
Fuente: Boletín Salesiano
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