Más allá de la limpieza
Soy una pastilla de jabón. Pasé meses en el interior de un cajón de madera, apilada junto a varias hermanas mías. Recorrí decenas de pueblos envuelta en papel de celofán.
Mi dueño, el señor Venturini, era un vendedor ambulante que se ganaba la vida proporcionando productos de limpieza a los campesinos. Recorría los mercados del Piamonte. Con voz áspera pregonaba sus mercancías. Pero su anuncio adquiría especiales matices al referirse a nosotras.
A fuerza de escuchar su pregón llegué a la conclusión de que yo no era una vulgar pastilla de jabón. Disfrutaba de un apellido. Blasón de dignidad. Título de nobleza: Sapone di Marsiglia (Jabón de Marsella). Decía: “¡Hoy les traigo al rey de los jabones. Importado de Francia. Ideal para suavizar la piel. Remedio para desinfectar heridas. Tónico para fortalecer las encías. Capaz de suavizar tanto las ropas de los bebés… como las prendas de las señoras… Adquieran por un módico precio al Rey de los Jabones…!”.
Fue en el mercado de Castelnuovo donde conocí a la mujer que dio sentido a mi vida. Se acercó al carromato. Llevaba el pelo recogido bajo una cofia blanca. Sostenía un cesto. Decidida, pidió una pastilla de “Jabón de Marsella”. Sacó de su faltriquera unas monedas. Pagó. Dio las gracias con sencillez. Marchó.
Horas después me hallaba frente a un balde lleno de agua humeante. Era sábado. Los tres hijos de mi dueña se disponían a recibir el baño semanal tras una larga semana de trabajo. El domingo debían acudir a misa, limpios como una patena. Decidí ayudar a aquella buena mujer.
Mi alegría llegó a lo más profundo cuando Mamá Margarita apartó el papel de celofán que envolvía mi cuerpo y me acercó a la nariz de los pequeños para que aspiraran mi olor y mi fragancia…
Luego, me esforcé por cuidar con mimo la piel de sus rostros, casi quemada por el sol. Acaricié aquellas manecitas que, siendo como eran de niños, ya sabían de callos y grietas. Con el aceite de mi interior, di brillo a sus cabellos…
De pronto noté que con el trabajo, perdía parte de mi cuerpo. Recordé que esa es la misión del jabón… diluirse entre el agua y la piel; entregar poco a poco la vida desprendiendo fragancias.
Cuando me sequé, Mamá Margarita me envolvió cuidadosamente con el papel de celofán. Me depositó sobre la repisa de la chimenea. Me sentí feliz.
Pero todavía me quedaba una última sorpresa. Al caer la noche, Margarita preguntó a sus hijos: “¿Sabéis por qué os he lavado con el mejor de los jabones…? Pues para que vuestro cuerpo refleje la bondad de vuestra alma. No lo olvidéis nunca: que vuestra limpieza exterior sea un reflejo de vuestra virtud interior…”.
Al escucharla comprendí que yo estaba llamada a ser algo más que una pastilla de Jabón. Así fue como mi cuerpo, al tiempo que se gastaba, se convirtió en símbolo de Vida. ¿Qué más puede pedir una pastilla de jabón?
Nota: Mamá Margarita cuidaba con esmero el aseo y vestido de sus tres hijos. Los domingos, de forma especial “para mostrar la alegría que debemos sentir como cristianos en el día del Señor. Y para que la limpieza de vuestro cuerpo sea imagen de la hermosura de vuestra alma” (MBe I, 73-74).
Fuente: Boletín Salesiano
Una historia de Mamá Margarita y los orígenes Salesianos que no conocía. Una forma preciosa de contarla que me recuerda a aquellos Buenos Días que tan bien nos hacían a los adolescentes en los colegios Salesianos.
Gracias.