O en un “lugar de La Mancha”, Javier, de cuyo nombre sí quiero acordarme. Es más, siempre me he acordado; de él he hablado en charlas, conferencias, sermones. Pero quiero que intuyas que ese lugar fue, es, uno de los eslabones más sutiles y dignos de mi vida, aunque parezca un modelo irritante de pensamiento y acción.
Fue, es, el primero en no tener nombre, porque la gente, toda la gente, se refiere a él como “un lugar de La Mancha”, intuyendo que no es únicamente un lugar, sino un origen, un inicio, un tiempo antiguo, la hora sin precedentes y la primera Tierra.
Fue llegar a ese lugar, y su territorio pudo tomar posesión de mi mente. Así es que desde entonces no renuncié nunca a toda su seducción.
El 1 de diciembre de 1961 llegaba la primera comunidad de salesianos a Ciudad Real; yo, a pesar de lo que dice la Crónica de la Casa no llegué el día antes, sino que a lo largo de noviembre me fui abriendo paso entre presencias ausentes como visitante. En el Hospicio de San Francisco de Ciudad Real, los chiquillos iban tomando la forma de un gueto en su propia ciudad, cercado por muros de habladurías y prejuicios. El visitante se abría paso por el frío de diciembre. No había calefacción en casi ninguna parte. Ni en la Casa-cuna, ni en el pabellón nuevo, ni en el pabellón viejo.
Uno de aquellos días de noviembre le dije a Sor Marcelina, la Hija de la Caridad, responsable de los chicos que me permitiera salir de paseo con ellos, puesto que a partir de diciembre sería su tutor. La monja, mientras ponía las mesas del comedor, se volvió un poco hacia mí, lo suficiente para regalarme una mirada.
«Ah, aquí está usted, dijo, así que era hoy, me había entrado la duda de que hoy era ayer, cuando quería salir con los chicos de paseo. Adelante, Don Francisco». No se olvide de llevarles a decir adiós al tren”. Por otra parte, ya se sabe que los ríos corren hacia el mar y no al contrario (algunos de sus silogismos inescrutables serán parte integrante de mis años en La Mancha).
«¡Adelante, chicos. Vamos a ver Ciudad Real. Primero a San Pedro y después ya veremos!». Parecía tener un estropajo en la lengua y balbuceaba cosas que me arañaban los labios. A mi derecha, casi tirando de mi sotana Antonio “El Visi”, un pecosillo despierto y juguetón, deletreaba mis palabras con ansias. Permanecía al acecho, ayudándome con los ojos, como si fuera un intérprete de sordomudos: “A San Pedro, a San Pedro”.
Antes de enfilar la calle más directa a la iglesia de San Pedro dije: “¡Nada de ir cogidos de la mano! ¿No sois ya unos hombres? Pues lo dicho, ¡caramba! Los noventa chiquillos rompieron filas y me las vi y me las deseé para caminar, trastabillando entre mis píes y los de los chicos. Parecía que el mundo había dejado de ser un secuestro”. ¡Rompan filas, ya!, repetí. La vida, en aquel preciso instante, tenía sentido para mí. Y yo sentía sed. Sed de la fuente de la que nacen los ríos.
Apenas habíamos avanzado, cuando suena una voz. “¡Pepe, ahí está la puta de tu madre!”. Sentí un escalofrío. “¡Oye, venid aquí. Pepe y… ‘Fermín’ y Fermín. Esas cosas no se dicen”, dije como abriendo un paréntesis de cazador. Y Fermín, aún añadía entre dientes: “Ahí está, sí ahí está…”.
Toda caza requiere un silencio, decía mi tío Gregorio –mosén Gregorio-, pero la de los volátiles exige un silencio total. Absoluto. Y lo decía clavándome el carámbano de su mirada. Añadí: “Fermín, pídele perdón a Pepe, hombre!”. Pero nada, Fermín nada. Y Pepe nada de nada. Silencio total. Absoluto. “¿Pero Pepe –pensaba yo- no le partirá la cara? ¡Es su madre!”. Pues nada. Los noventa niños arremolinados a nuestro alrededor hacían silencio. Sus enormes guardapolvos azules nos servían de coraza ante los transeúntes.
Con un peso en el corazón llegamos a la placita de la iglesia de San Pedro. Cantamos. Corrimos. Jugamos a dola. En el aire se notaron los huecos de Pepe y de Fermín. La evidente verdad es que Pepe cumplía a conciencia el cuarto mandamiento de “honrar padre y madre”, sacudiendo a Fermín cómo y de qué manera. La gente pasaba, miraba y movía la cabeza: “Los del Hospicio, ya se sabe!”. Un logro monumental Javier: el mayor gueto de Ciudad Real, pues encerraba a los de dentro y a los de afuera. Ni siquiera aquellos pequeños pedían la deuda histórica de unas golosinas, cuando iban en alpargatas de tela-goma y sin calcetines en la tarde fría de noviembre de 1961, “en un lugar de mi vida”, deslocalizados en su localidad, identificados por sus guardapolvos “en un lugar de La Mancha”.
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