La felicidad está en tu trigémino… Actívala

De andar y pensar   |   Paco de Coro

30 agosto 2018

¿Te apetece un helado de patitas de escarabajo o de alitas de murciélago? ¿No? Pero ¿por qué no? Pero si no lo has probado nunca. Y la respuesta, directa e imparable, es que no necesitas probarlo nunca. Nunca jamás. Hay una región de tu cerebro -el córtex prefrontal– que puede imaginarse que se echa una cucharada a la boca para sacar una rápida conclusión. ¡Puaf! ¡Qué asco!

El relato de hoy, amigo Javier, quiere trascender la denuncia social y pasar a mayores. «Me moriría por atraeros aquí». ¿Lo lograré? Si aceptamos el envite, lanzado por la Virgen de agosto o la Virgen de septiembre desde la hondonada de lo popular, del olvido anual, viviremos una conmoción que no aturde sino que despierta.

Estábamos hablando del córtex que nos sirve y muy mucho para simular experiencias a la manera que los pilotos practican con simuladores de vuelo para evitar errores. El córtex, pues, nos es muy útil para sobrevivir, pero es una calamidad a la hora de predecir si algo nos va a hacer felices o no. Así, por ejempl,o nos advierte de que no va a ser buena idea acercarnos demasiado a ese cocodrilo que parece dormido o coger en las manos esos carbones al rojo vivo. Y, la verdad, acierta casi siempre; ¡ay, amigo! Si no lo hubiera hecho, ya nos habríamos extinguidos los humanos. Pero también nos va creando una sensación de travesía neurasténica: compra esa casa mayor, ese coche más potente, pierde unos kilitos y enamórate de esa piba tan guapa… Y serás mucho más feliz. Y como en la imagen bíblica, el maravilloso maná del córtex contiene la maldición. Ni la casa, ni el coche, ni la piba te han hecho más feliz. Ahí el córtex falla casi siempre.

Entonces va y llega una profesora, Laurie Santos, doctora en psicología y biología, y en la Universidad de Yale imparte un curso, cuyo objetivo es enseñar a los estudiantes a ser (un poco más) felices. Con la premisa de que el 40% de nuestra felicidad no depende de la genética, ni de nuestro nivel de vida, depende de nosotros, ser feliz requiere esfuerzo y ciertas rutinas, desarrolla el curso en siete lecciones y cinco tareas para hacer en casa… muy interesante.

Amigo Javier Valiente, en la mañana del 1 de noviembre de 1950, Pío XII definía como dogma de fe que «María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial». En Salesianos Atocha lo certificamos con una misa cantada y en latín, creo que la de Angelis, y con imperceptibles sonrisas viendo cómo María subía, subía y subía hacia el espacio imaginario del Cielo rodeada de miles de angelotes regordetes hasta perderse en las estrellas -lo mismo que subiera Jesús, aunque Este subiera «por su propia vitud» y Aquella fuera asunta, llevada, que hasta aquí sí llegábamos los chavalitos de nueve años de la primera comunión-.

En la Asunción, como en la Ascensión, están encerrados los dos anhelos más grandes del hombre: el de la integración y el de la superación.

Vamos a ver, querido Javier, te habrás dado cuenta de que vivimos como descoyuntados -hacemos el mal que no queremos (San Pablo)- en constante y perseverante guerra con todo y con todos. Incluso con nosotros mismos. ¡Cuántas veces nuestra sangre jacobina solo siente nuestros fallos de todo tipo, físicos y psíquicos, como un estorbo más para conquistar la armonía! Tenemos nostalgia de una integración total, universal, destacadamente crecedera y expansiva (esos «dolores de parto» del cosmos del que hablaba el citado San Pablo), en el que cuerpo y alma, soledad y compañía, frío y calor, virtud y vicio, día y noche, pecado y gracia, invierno y verano, naturaleza y técnica… Todos, todos los opuestos, todas las tiranteces y tergiversaciones de nuestra vida, se armonicen y reine el sosiego, la insólita fortaleza de la «callada quietud». Pues eso es la Asunción de María: la promesa cierta de la conquista final en la integración.

Y dos, el anhelo de superación, nos vamos arrastrando con torpor a lo largo de la vida, suspirando por más y más, envileciéndonos tantas veces dentro de la mediocridad más abyecta y además incurable, sin esperanza de llegar más que a un reino imaginario. Pues eso, eso es la Asunción de María: la promesa cierta de la conquista final de nuestra superación.

Y ahora viene lo bueno, Javier, al menos en 50 ocasiones el día de la Asunción esto es lo que he predicado, además de la en las homilías de difuntos… Me consuela profundamente, es más, lo considero un gesto directo y claro de maternidad finísima el que la Iglesia nos «imponga» (entre comillas) por ley de creencia el dogma de la Asunción. Que no es ni más ni menos que el dogma de la esperanza.

Y al llegar aquí, extendiendo el brazo derecho hacia el auditorio y alzando el dedo índice decía:

-¿Los cristianos tenéis esperanza? ¿Los católicos tenemos esperanza?

-No solo la teníamos antes de 1950, sino que nos obligan a tenerla después de 1950. Esta es una institución donde aspirar a la felicidad no es un pío consejo, ni un sermoncito, ni una lección magistral, ni una promesa para el final de los tiempos: es una ley. No basta con el curso de la Universidad de Yale de ocho lecciones y cinco deberes para hacer en casa. No basta con manejar el lóbulo frontal y cambiar ámbitos de comportamiento, trabajando ciertas rutinas. Si, según unos, el alma está en el cerebro o en el corazón, ¿por qué no puede estar en el trigémino o en el nistagmo de una pupila? ¿Y por qué no alimentar el alma con la fe -el dogma de la felicidad- allí donde se aposente?

Camino hacia los 78 años, Javier. He vivido eternidades, por ejemplo, en Guadalajara, Vitoria, Ciudad Real, Roma, allí donde otros vivían momentos. Lo que para ellos era como un destello, para mí ha sido un mapa. Lo que para ellos era una estrella sola y fugaz, yo veía cielos inmensos. Yo pienso ahora desde pliegues inmensos del tiempo y se lo agradezco a Dios, que para otros son recuerdos. Cada uno es hijo de sí mismo. No hay para mí otra manera de ver las cosas desde que mis padres, mi abuela y Mosén Gregorio, mi tío, me enseñaron a ver la muerte antes de que llegue. Como tampoco hay otra forma de afrontar la felicidad que poniendo en marcha la fe católica canonizada por Pío XII: el dogma de la Asunción, el dogma de la conquista final de la integración y de la superación propia.

5 Comentarios

  1. Samuel

    La integración y la superación, no desde un panteísmo totalitarista, sino desde la plenitud del universo en Cristo el Señor resucitado, Señor del tiempo y la eternidad…

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  2. Antonio

    El blog de hoy: una homilía sublime. Los cristianos perseveramos en la esperanza?

    Responder
  3. Pepe G

    Cada día me sorprende más tu erudición. Elevadisima homilía.

    Responder
  4. Miguel Ángel

    ¡Excelente!

    Responder
  5. pacopescador1@gmail.com

    Que bello! Que verdadero! Esperanza

    Responder

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