– Acaban de salir los camiones para Salamanca– le digo a Paco Allende.
– Ha sido todo un éxito.
– Sencillamente un reto profesional y vocacional– añado.
– Nos estamos adentrando en el corazón de Euskadi, desde Vitoria.
– De eso se trata, ¿no?
– Ha sido nuestra segunda campanada. Seguro que ya tienes pensada la siguiente.
– Sí, Paco Allende Arias, es 1992. Oye, el 1492. Quinientos años de la expulsión de los judíos y… y en Gasteiz. ¿Hay quién dé más?
– ¿Has pensado ya algo? Seguro que…
– Seguro que sí. He hojeado ya las Actas del Ayuntamiento. En 1892 ya hicieron sus “cosas”. Que si Judizmendi. Que si la calle Nueva Dentro, es decir, la Judería. Que si…
– ¿Siempre desde la sencillez, el trabajo, el desinterés y el buen sentido provocador podemos superar aquello?
– Una Expo “Los Judíos”. Un buen libro catálogo, como el de “Los Masones” y unas Jornadas de Estudios. Las terceras ya.
– ¿Resulta interesante, veraz y posible?
– Resulta, amigo presidente de Kutxa Vital. Espero tu apoyo en la Junta de Gobierno.
Amigo Javier, con mi despiadada independencia me puse en camino.
Me quito la mano de la cara y me la meto en la boca del esófago para establecer un acuerdo, mejor un contrato. Mi vocación ama la cultura judía, entonces yo también.
A veces, para poner dos pasos en fila, uno tras otro, me hace falta escribir un contrato conmigo mismo. Hecho, ya en marcha.
Los días de Navidad de 1991, tan aptos para perder el tiempo entre cantiquines al “chiquirritín nacido entre pajas” y comilonas familiares, marcho a la abadía de Monserrat, demostrándome a mí mismo fuerza de voluntad, cierto conocimiento sagaz de la historia y del arte y encendida sensibilidad, heredada de mi abuela y de mi madre.
Que lo que la naturaleza no da, ni Salamanca ni Roma lo presta.
Desde pequeñajo fui ávido de inteligencia (¡quien pudiera tener la de Santo Tomás de Aquino!), triturador de curiosidad infinita y ya entonces, en 1992, escritor de aliento devastador (quien no araña no es escritor, que no). Eludía los círculos literarios –todos apesebrados– y los grupos protectores, desafiando así la cortedad y maledicencia de una parte de los críticos. Pero, hombre, teniendo de mi parte ahora al “presi” de la Kutxa Vital, había que probar suerte con mi libro “Los Judíos”, ya dando vueltas en mi cabeza.
Así pues, las Navidades de 1991 las pasé en Montserrat.
La primera noche, después de que el abad diera por concluida la cena, haciendo sonar la esquila, un monje anciano me abordó fuera del refectorio, en la escalera, camino de la celda.
– ¿De dónde vienes?
– De Vitoria.
– Yo estuve cincuenta años en África y después vine aquí.
Esperaba la pregunta siguiente:
– ¿A qué vienes?
Sonaron las campanas.
Las campanas mandan. La obediencia inspira. El horario encauza.
– Hasta mañana.
– Buenas noches. Hasta mañana.
¡Qué pequeño me he visto frente a este guerrero de abnegación!
¡Cincuenta años en África! Y ahora soledad y silencio.
Soledad y silencio son para valientes.
Amigo Javier, pasamos por muchas edades los hombres.
Hay una edad de nacer, una edad de crecer, una edad de guerrear, una edad de religión y hasta una edad de eremita, en Montserrat, en Vitoria, o en Guada. Y en cualquiera de esas edades hace falta pasión.
Durante las caminatas por los alrededores del monasterio rumiaba estos versos de Santa Teresa: “Con sólo una gota que gusta un alma de esta agua de Dios, parece asco todo lo de acá”.
Qué bien, cómo me reconforta leer la palabra asco en labios de la gran Santa Teresa, la nieta de sefardíes. “Ábreme los labios”, decían todos los días los monjes en Laudes. Ábreme los labios para decir asco.
Fueron largos días de búsqueda en el Museo, en la Biblioteca.
– De la Colección Mesopotámica del Museo –le observo por teléfono a Paco Allende– no nos pueden prestar nada. Sobre la colección de Biblias podremos hablar.
Y hablamos y mucho.
“El apetito de estos monjes por la belleza, la verdad, la sabiduría es insaciable”, volvía pensando en tornillo hacia Vitoria, persiguen la emoción sin descanso, ese regalo de los sentidos.
Pienso también en el monje anciano de Montserrat que rezaba en cada adiós del día. Hay humildades que engrandecen a un hombre.
Nuestro “Los Judíos” de 1992, en Vitoria, no podía ser un mero ejercicio intelectual. Hay una edad para guerrear. En ella estaba. Es una de las maneras de vivir. Ya no me hacía falta la doctrina. Me despreciaron lo suficiente para llegar a ser nada. Pero en vano.
Atento al momento, salgo días después para Madrid.
Eran turnos de vida, de recorrido que completar neto, con errores.
Había quedado con Slomo Ben Amí, embajador de Israel ante el reino de España, a quien yo conocía por sus libros de Historia contemporánea de España, repartido, ahora político, con congresos, afiliaciones, carnés, tenía como campo de acción “los sefardíes” y como parlamento, las ongs “sefarditas”.
Yo ya había triunfado en el ensayo histórico (siete premios vascos) y ahora en el libro de historia del País Vasco, a cuerpo limpio y con pseudónimos como “Azkoitia”, “Libertad y Democracia”, “Vasconcelos”, “Leizárraga”. Había construido el edificio de mi obra histórica sobre los cimientos de una sólida cultura, siempre torpe e incompleta, y de una experiencia vital especialmente copiosa.
– Te tengo miedo a lo que puedas hablar –me decía con frecuencia la directora técnica de “Sancho el Sabio”, siempre que nos citaban a EuskalTelebista.
– Nada mujer… quien nada debe, nada teme.
Me muerdo los labios para no soltar uno de mis latiguillos: “¡Que estamos en el mismo barco!”. Mis sangres propias no han tenido tiempo de secarse todavía. El esfuerzo me supone un picor en la nariz; me la rasco, hago un par de muecas. Saludo con la mano, nada de roces.
La cita de “Sancho el Sabio” con Slomo Ben Amí era a las nueve de la mañana. Mastico ya el momento y desde las nueve menos cuarto espero en la sala de visitas. Había llegado a Madrid el día anterior. “Los tres de Vitoria” no llegan, que no llegan. A quién se le ocurre salir de Gasteiz a las seis de la mañana, esa hora muda para los montes y acudir a la cita a tiempo en Madrid, en tres horas.
Me pregunta el secretario:
– ¿Necesita ayuda?
– Uno que me mate. “Los tres de Vitoria” no llegan. Figúrese y van a dar las nueve.
El secretario me ha sacado el ofrecimiento de ayuda. Además me levanta a la cara una cara de novio extraviado en el altar.
– “Sancho el Sabio”, esta, eh. No le digo ninguna mentira.
– Presidente de la “Kutxa Vital”, Director general y Directora técnica en camino.
Amigo Javier, algunos políticos en los ruedos de Vitoria ensanchan su éxito llegando tarde adrede, aunque hay que oír a los periodistas.
– Que dice el señor embajador que pase usted –afirma imparable el secretario.
Ya no tiene cara de novio extraviado, ahora es de campesino sefardita.
Si tuviera que citar a cinco historiadores españoles del último medio siglo, Slomo Ben Amí, sefardita, figuraría entre ellos.
– Pero, siéntese, siéntese.
– ¿A qué se dedica?
– Escribo historias, después las vendo o las venden.
– ¿Eres escritor?
– Uno que escribe.
– ¿Tu apellido?
Lo pronuncio con resignación, haciendo énfasis en “De Coro”.
– No lo he oído nunca, perdona.
– Por eso.
– Entonces no eres un historiador cualquiera.
– Pues no.
Y le pongo sobre la mesa mi “Guipúzcoa en la democracia revolucionaria”, Premio Irún 1980. Lo coge, lo abre, lo cierra. Y a continuación “Los Masones” (1991). Pongo cara de pillo, con un atisbo de sonrisa y digo: “Algo así queremos hacer para 1992: “Los judíos”, un libro en colaboración. El problema económico está resuelto.
Mantengo el cuerpo derecho y me retrepo en la silla.
– Queremos conectar con el presidente de la Fundación Sefarad, Don Hachuel Toledano. Y yo, además, tengo mucho interés en que venga a Gasteiz el rabino Baruj Garzón como ponente de lujo. Le conozco a través de las Hermanas de Sión de París, donde estuve un mes dando fuerte al francés. Baruj es un apasionado, es un humanista, es un testigo.
– La personalidad de los dos se impone a la celebridad de sus apellidos.
“Los tres de Vitoria” llegan una hora más tarde.
La presencia me da una vuelta de tuerca a los nervios. Y no me gusta y he de tener cuidado para que no se me agite el cuerpo.
Volvemos a entrar de nuevo en el despacho del embajador. Se habla, se pacta y se viene a firmar todo el trabajo por hacer de 1992 en “Hotel Santo Floro”, en el salón llamado “La Biblioteca”. Como a la directora técnica le apetece un “arroz del puturru del foi”, hay que esperar veinte minutos a que lo cocinen. Mientras tanto todos degustamos un Rioja de El Ciego. Como el buen vino se habla, hablamos sobre recuperar la historia y la realidad actual de los sefarditas en Vitoria. A los once meses nos volvería a unir esa foto que precede mi artículo, en la Sala de San Prudencio de Vitoria.
Tengo en ella, amigo Javier, la frente encrespada por el esfuerzo, y un ceño de concentración en los labios. No estoy pensando en nada más; en los discursos que hay que superar y ya. Escucho, para mí esto es meterse de lleno todo diciembre del 1992 con “Expojudíos”, “Libro-Catálogo” y Jornadas de Estudios. Darse a Sefarad, medir las confidencias de los judíos vitorianos (ellos educados en los “Marias” o “Coras” y ellas en “Ursulinas”), pero siempre judíos, meterse en el viento de la Historia de España, en las piedras sagradas de Vitoria, dejarse llevar por el cable imantador del cristianismo, incluso por el destierro de hace quinientos años. “Bien por nuestro gusano, Paco”, me dice Baruj Garzón, la noche que le despido en la estación de tren, que le va a llevar a Bayona. “Bien por nuestro gusano, amigo Baruj”.
Bien, desde luego, acaba de nacer y ya sabe a dónde ir, campeón. Ninguno de los dos añade que podrá convertirse en mariposa. Estoy seguro de que él también lo piensa, pero se lo guarda.
Hasta que me muera, seguiré siendo un buen gusano. Nuestro buen Dios hará lo demás.
Enhorabuena por esta interesante redacción. Yo también estimo que los judíos constituyen un pueblo legendario que se ha forjado en el crisol de la sabiduría y de la voluntad inexhausta. Admiro en ellos su amor a sus tradiciones, sus desvelos por preservar sus costumbres y su patriotismo en aras a erigir una nación en el convulso siglo XX. Un país que, generación tras generación, pervivió en el corazón y en la inteligencia de sus ancestros. Tras la diáspora, lo enaltecieron en su literatura, lo cantaron con solemnidad en sus himnos teológicos y le prodigaron toda suerte de elogios, encomios y alabanzas. Hoy Israel es una magnífica realidad y, a pesar de múltiples circunstancias adversas, constituye una sociedad democrática, próspera y triunfal que yo deseo que perviva por los siglos de los siglos.