LAS GUERRAS NO SE PARAN CON PANCARTAS

De andar y pensar   |   Paco de Coro

2 marzo 2022

Carta al primer obispo de Vitoria desde la Catedral Vieja de Gasteiz

Don Diego Mariano Alguacil y Rguez.

VITORIA

Muy querido Don Diego:

Espero que al recibo de ésta se encuentre usted bien, yo bien gracias a Dios.

Sin duda alguna soy la persona que más sé de su biografía y de los quince años de su pontificado de Vitoria y, en general, de la diócesis de Vitoria. Tanto que, cuando se cumplió el ciento cincuenta aniversario de la erección de la diócesis, me ofrecí al obispo Arizmendi Aramendía para elaborar una historia de la Diócesis de Vitoria. Me respondió que ya lo había encomendado a Santiago de Pablo y Joseba Goñi y que ignoraba mis conocimientos sobre el tema, como tampoco sabía nada de mis infartos múltiples. O sea.

Ninguno de los dos, Santiago y Joseba, grandes amigos durante mis años de País Vasco, podía perderse el espectáculo de hacerse sitio en la primera fila de la historia de la Vasconia católica. O sea.

Yo podía haberles lanzado males de ojo a los tres y a una tercera historiadora que ayudó a desplazarme, pero no quise dejar patas arriba a todos los muñidores del plan, a quienes conozco desde hace muchos años. O sea.

En Madrid, donde yo escribía a destajo, mi colección “SUCESORES” no podía olvidar la charanga con la que algunos sujetos convencidos de ser líderes políticos, eclesiásticos y académicos, se navajeaban hasta lo blando del hueso, convirtiendo la Plaza de la Independencia o el Paseo de la Senda en un oscuro esquinazo más de la historia de mi querido País Vasco.

Mi querido Don Diego Mariano, con los materiales de mi tesis doctoral, publiqué más de diez libros de historia –recios, duros, serios, aquilatados– en las Instituciones vascas más independientes. Yo ya desde entonces no escribo para nadie. Escribo porque no sé vivir sin escribir. Pero, claro, quizá todo lo escrito aspira secretamente a tener un lector. Así es que es posible que escriba para nadie y para todos. En fin, la botella que el naufrago lanza al mar.

Mi querido Don Diego Mariano, la voz, su voz de pastor, allá por el Sexenio Democrático y por la Segunda / Tercera Carlistada, según los historiadores, quedó muy adentro de mí, y más de una vez me he sentido tentado de tirar de aquel hilo, a ver qué salía. Casi seis años de guerra me darían para un novelón.

Guerra. La guerra, aunque haya que cargarse la credibilidad de la política, de la humanidad, hasta de la fe.

La guerra. Otra vez la guerra, porque la paz sólo es perfecta si hay guerra en nuestros corazones, ¿no? Dudo.

Me siento en uno de los bancos de la Catedral Vieja de Vitoria. Una vez más. Desfilan tus años, tus andanzas, tantos fantasmas que quedaron sin desintegrar, tanta vieja guardia carlista o liberal desactivada. Ahora se llama de otra manera. Tengo ochenta años, Don Diego Mariano, y llego al lugar de partida, con las manos rotas e hinchadas. En el andén de mis lugares preferidos pocos pañuelos de muchacha dicen adiós.

En Guada, Virginia, Isabel, “Los Ángeles de Francis”, Eboli, Aurora.

En Cerdeña, Alma, Lucía, Francesca, Ignazia, Patrizia.

En Roma, Fabiana, Sabina, Stella María.

En Donostia, Idoia, Mirenjone.

Llegué a esta Catedral de Santa María antes, mucho antes que Kent Follet para escribir su Los pilares de la Tierra y que Don Miguel Arizmendi y su Fundación, así que sonrío por la asimetría.

Mi trabajo es trabajo de albañil en una obra de ciudad como Vitoria-Gasteiz zarandeada, llena de muletas y quemada de historias. Ciudad y diócesis, las confundo, demostrándome que no me he marchado en vano, lo ves Don Diego, podías haberte quedado aquí, que te hubieran enterrado aquí y no en Murcia, tan lejos, donde tuve que ir en 1977 y permanecer cuatro meses en busca de tus datos, para completar mi tesis doctoral.

Querido Don Diego Mariano, yo empecé desde abajo, del blanco de la cal, como mi padre, de la pala que remueve la argamasa a golpes de tu propio aliento, y en invierno por las calles del País Vasco el hocico me goteaba contra el viento de tramontana.

En Azkoitia, Azpeitia, Cestona, Zumaia.

En Pasajes, Rentería, Oyarzun, Irún, Ondarribia.

En Durango, Derio, Guernica, Lekeitio, Orduña.

En Labastida, Laguardia, Ibarra, Llodio, Salvatierra.

Iba a los ayuntamientos, como exige el récord de baldear documentos como nunca antes, de cara a mi novedosa tesis doctoral, de cara a la gente, de cara a los catedráticos de la Universidad pública y por libre.

Iba a los conventos de clausura –hasta 27– para chequear la repercusión de las leyes desamortizadoras de la “Gloriosa”, 1868, donde después el sueño me abatía con un martillazo en medio de los ojos y sobrado de fe me quedaba frito con la alforja llena de esperanzas.

– Señor doctorando –decían– archivos menores. Sus fuentes son de archivos menores.

Esto se resume, Don Diego, en que cinco catedros de la pública (impulsados por sus calamitosos prejuicios) querían abusar de mi torpeza juvenil, ciega y trotona, pero exitosa en la Gregoriana.

¡Ay, las fronteras!

“Las fronteras son ideas,

que deciden los afortunados”.

La cita es de la Serie TV: El Mesías.

¿Cómo te reconocías en tu diócesis de Vitoria, de las tres provincias hermanas: Álava, Guipuzkoa y Vizcaya? ¿Enjaezados tus curas en bandos carlistas o liberales, armados hasta los dientes para defender el Estado de Don Carlos VII, rey de España por la gracia de Dios? ¿Segregada una parte de tu diócesis bajo el imperio delegado por el Vaticano del obispo de la Seo de Urgel, copríncipe de Andorra?

Cambia, cambia, te decían tus canónigos, tú no estás hecho de esto. Tú estás hecho para defender a los vascos en el parlamento, te remachaba el canónigo magistral Vicente Manterola. Tú no contestabas. En ese oficio de obispo de Vitoria habrías de durar doce años, hasta que llegara el Pacificador, Alfonso XII. De tus silencios se desprendían con una sonrisa o con la amenaza tenue de un fingido puñetazo en la cabeza.

Querido Don Diego, en las visitas pastorales ibas en busca de portones donde apoyarte de perfil, Oñate, Mondragón, Donostia, Tolosa, donde tenías que estar de costado, darte los nudillos de los dedos, apoyarte con las mejillas. No es que soltaras discursos ni prédicas, pero ahí estabas y ese estar, a precio de vida, era toda la duración prometida de tu misión.

Algunas mañanas llegabas tarde al Oficio o no llegabas, por alguna fiesta propia, algún asunto serio en Bilbao, algunas romerías, unas tandas de ejercicios en Estibaliz. Saltabas un par de días y les dejabas alguna nota a los canónigos de puño y letra. A veces una carta en el coro. Era hermoso escribirles de cerca, echar la carta bajo el breviario.

Hablando de cartas, te diré que me estoy alargando en ésta, porque vivimos tiempos tan recios como los tuyos. De un estilo bronco de hacer política con los nuestros, arrollándolos internamente, hasta la agresión y la invasión. Sí, la invasión, término prohibido por la censura rusa.

“Los pilares de mi tierra” están aquí en la Catedral Vieja de Santa María.

Aquí el hueso, la pepita, la semilla, de mi vida de comunicador y mi oficio de historiador, ya en salida.

Abajo, los delineantes de fronteras.

Abajo, los pasteleros de caprichos (Bris).

Abajo, los estrategas de intereses bastardos, porque la paz sólo es perfecta si hay guerra en nuestros corazones. Marte, el dios de la guerra, nació de las flores.

Europa sale a la calle, Don Diego, pero las guerras ya no se paran ni con pancartas ni con pareados.

“Si al final no coinciden la noche de la cólera y la luz de la sabiduría.

¿Cómo reconocernos en este mundo?

Le escribiré de vez en cuando, mientras viva.

El Foro cada vez es más macarra y dudoso de veracidad.

Lo haré desde mi almendra de Santa María en Gasteiz.

Abrazo

1 Comentario

  1. Miguel Angel

    Esta invasión de Rusia a Ucrania no me gusta nada. Se ha ido produciendo poco a poco, a cámara lenta. Como las enfermedades que nos acaban matando. No como las que nos traen fiebres, en las que reaccionamos, y nos curamos. Estoy de acuerdo que las pancartas esta vez, van a servir de poco.

    Responder

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