EL MADRID DE LA RABIA Y DE LA IRA

De andar y pensar   |   Paco de Coro

16 marzo 2022

Salesianos en las emboscadas

Don Bosco y Picasso

Hundido en un sillón y envuelto en un par de mantas, Don Bosco tiritaba.

Desde que Miguel Rua le conociera en Porta Palazzo, por casualidad, el santo le espetó, directo:

– Todo lo haremos a medias.

El 31 de enero de 1888 don Bosco expiraba, entre las manos, de Miguel Rua.

Y de las manos de Miguel, entre sus manos, llegaban a Madrid cordadas de salesianos jóvenes, en la mañana azul del siglo XX. Era la época azul de Picasso.

El siglo nacía optimista.

En lo azul iban a vivir, vivieron, los cielos de Azorín, las noches de las mujeres de André Bretón, las islas donde se alejará Gauguin, y por donde caminarán los salesianos de Madrid.

De Huelva azul y malva vino Antonio Castilla, el tercer director de la Ronda, a quien Miguel Rua, en 1906, curó de una enfermedad que venía arrastrando desde hacía doce años, con fuertes dolores y vómitos de sangre.

De Cuevas de Almanzora, pueblo de la Málaga azul de Picasso, José Artacho, que, jovencísimo, encontraría la soledad de la muerte en la calle de la Compañía de Salamanca. Artacho vivió el azul nocturno de la calle Zurbano nº 50. Fue el primer clérigo de la inspectoría de Madrid, ya en la sede de la Ronda de Atocha, 17.

Y como lo azul de Picasso es populoso en amores y entregas, a medias remontaron solares con remolinos de polvo, Anastasio Crescenzi, Pedro Olivazzo, Alejandro Battaini, León Cartosio, Mayorino Olivazzo, Honorato Zoccola, de biografía cumplida y dura, vestida por el bullicio de las obras en la Ronda o en Carabanchel.

– Don Honorato, que hay que esperar a la tira de cuerdas.

– Todo son problemas en esto de las obras.

– Que si los desagües, que si los canales.

– Por algo el padre Zabalo está en paradero desconocido.

– Es que nos comen los acreedores.

“Don Bosco”, principios de siglo, en Madrid, era ya un colectivo, como Homero o como Shakespeare. Homero fue un colectivo en el tiempo. Shakespeare en el teatro. “Don Bosco” tomaba su leyenda y ya la llenaba de chicos y garzones, en las orillas del Manzanares.

Lo azul del colectivo de don Bosco podía expresar dolor, hambre, marionetas, juegos, clases, rezos, cantos, teatros, enfermedades, morisquetas, burlas, deudas, risas, una escuela, unos maestros. Y todos, todo a medias que aquí todos están en casa, en su casa.

Honorato Zoccola escribía a Pablo Albera, segundo superior general:

– Tenemos muchos salesianos jóvenes; lo que no tenemos en tanta abundancia, son medios para mantenerlos.

– Todo a medias, Padre Honorato, todo a medias.

 

La emboscada de las condesas

– Excelencia, mi fidelidad está probada y mi anhelo de servir más directamente, con más responsabilidad, a los chicos de los salesianos.

Concepción Rendueles de Bauer se distraía esta mañana con un diciembre de villancicos y chiquillos rezando que entraba por el ventanal. El Padre Castilla era delgaducho y culoncillo. El Padre Castilla estaba un poco arrepentido de haber metido a la condesa de Vía Manuel como presidenta efectiva de la Junta de Cooperadoras de Salesianos–Atocha. Era un torbellino.

– Señora Condesa, es usted un terremoto y como mejor sirve a estos barrios es con sus relaciones.

– Pues urge dotar a Madrid de un centro como el de Sarriá.

– Tenemos antes que ser más conocidos. Unos Talleres Salesianos no se improvisan

Por la mente desbaratada y fértil de la condesa pasaban más imágenes que ideas, la madrileña Puerta de Alcalá colgada de banderas, una lista de miles de muchachos necesitados que le había confeccionado el padre Zoccola, reajustada por Castilla, nuevos himnos que, aparte el nacional, hacía cantar a los chiquillos de la Ronda de Atocha después de arengarles, la definición de los Talleres de Sarriá como el instituto juvenil justo, católico y humano para Madrid.

La condesa de Vía Manuel se había emboscado en su propia casa con toda la Junta de Cooperadoras. Todo iba en ir y venir de damas con recados y sustos, que los salesianos de la Ronda no dan abasto, que las Escuelas populares resultan insuficientes, que las Escuelas nocturnas aumentan, que los universitarios de Magdalena necesitan profesores, que el Oratorio de los domingos sobrepasa los 500 chicos.

– Ya está bien –chilla un poco mortificante doña Concepción.

– Tenemos que ponernos al frente de tantas necesidades –propicia la marquesa de Castelar.

– Esto no es una guerra civil –añade la condesa de Adanero.

– ¿Qué hago yo aquí embarcada, entre el Padre Castilla y todas ustedes? –interpreta, muy certera, la condesa de Vía Manuel.

– Insisto en la idea: urge dotar a Madrid de unos Talleres Salesianos.

La señora condesa de Vía Manuel tenía ahora un cuerpo hecho, maduro, impaciente de trabajos y de proyectos. Las señoras de la Junta de Cooperadoras tenían todas un viejo y joven cuerpo de años y de ilusiones, de mundo y oración. Todas, todas, tenían un gran cuerpo como alternativa de futuro.

Eran vicepresidentas; la marquesa viuda de Casa–Laiglesia y la señora viuda del Val; tesorera, Concepción Rendueles de Bauer; vicetesorera, Dolores Pidal y Bernaldo de Quirós; secretaria, Victoria Feliu y Morlán; vicesecretaria, Mercedes Torres y consiliarias: la marquesa de Castelar, la baronesa de Yecla, doña Rosa Cáceres de Cisneros, doña Ramona Goñi Escudero y doña Asunción Cortés y Goñi.

– Una para todas.

– Y todas para los talleres salesianos.

 

El verdadero color de Madrid

El 12 de noviembre de 1912 estremeció la vida española y madrileña: José Canalejas, presidente del Consejo de Ministros, era asesinado.

Canalejas se había detenido unos momentos ante la librería San Martín, ya en la Puerta del Sol, entre Espoz y Mina y Carretas (uno de los libros aparecidos ese año era Castilla, de Azorín). Fue entonces cuando un anarquista, Manuel Pardiñas, se acercó a él y le disparó un tiro de revólver.

Madrid se convirtió en temblores de luz y velatorio.

El año de 1913 amanecía casi en duelo.

El 13 de abril Alfonso XIII quiso ser gesto en el tradicional acto militar de la jura de bandera en el paseo de la Castellana con su presencia. De vuelta a palacio, al enfilar la calle de Alcalá, Sancho Alegre disparó sobre el monarca. Todo duró treinta segundos. El rey salió ileso.

Los toques del año estaban llenos de sorpresas.

El 27 de marzo llegó a la estación de Atocha Pablo Albera, el segundo sucesor de don Bosco.

Había visitado Barcelona, Ciudadela, Valencia. Madrid no podía esperar. La luz de Madrid lo llena todo.

Para Albera parecía que no pasaban los años. Tenía una relampagueante rapidez de pensamiento que desconcertaba, una imaginación mediterránea y una cierta incoherencia cuando hablaba el español.

– … Madrid!

Le acompañaba Clemente Bretto, ecónomo general de los salesianos. Había que hacer números. Y, además, los provinciales Manfredini y Candela.

Le esperaban y le acompañarían los cinco días de estancia en la capital la flor y nata del catolicismo madrileño: los marqueses de Pidal, Comillas, el conde de Casa–Segovia, de Vía–Manuel, la marquesa de Frómista, la de Monasterio, la baronesa de Yecla, el agustino Zacarías Martínez, que será obispo de Vitoria, los señores Bauer, Heredia, Arteta, Aznar, Torcal…

Albera era un anciano delicioso, maestro en crear situaciones, amable, de palabras prudentes.

Pidal y Mon, el diputado católico, hablaba con Felipe Alcántara, a dos pasos de Albera.

– El verdadero color de Madrid es la sangre, padre.

– Señoría, siempre habláis de sangre. Forzoso es que sea muy barata en la corte.

– La sangre… –añadió Pidal–. La ciudad vive exaltada por la sangre. Últimamente la de Canalejas. La de las guerras carlistas llegó a detenerse en la Casa de Campo. La de las guerras coloniales bajó con algún cadáver por el Manzanares, la sangre que engorda las venas de los escritos de Valle–Inclán, la sangre del Congreso Eucarístico del pasado año, la del Corpus–Christi.

Doscientos cincuenta adolescentes de Salesianos–Atocha entonaban el himno de bienvenida.

Ahora Alcántara imponía un silencio opresivo: el fino catalán solía crear la escena más dramática y más larga, silenciosa como una tiranía.

Pero llegaban los chicos de Salesianos–Carabanchel, al asa de unas docenas  de novicios y salesianos jóvenes. Afortunadamente, esta gentil algarabía de voces y vivas rompió el silencio. Entraba también Anastasio Crescenzi, el mejor profesor de teología de Carabanchel, compañero de Eugenio Pacelli, después Pío XII. Crescenzi, encima, fue el precatálogo, intocable, de un listado recio de profesores de los salesianos estudiantes, como Gil, Rico, Bastarrica, Moro o Hernández.

 

Requejo Velarde, acto de afirmación

Se hizo un profundo silencio expectante.

Pablo Albera volvió a pasarse la mano por la frente, en un gesto que le era familiar, intentando aliviar su cabellera blanca.

Con voz vibrante e impositiva iniciaba su discurso Gerardo Requejo Velarde.

El joven abogado y presidente de los Jóvenes Propagandistas se inventó afectos e imágenes sobre los salesianos, que Albera agradecía con un breve movimiento de cabeza a cada elogio que les hacía.

– Y es que los únicos redentores del pueblo, sois vosotros. Sois, redentores, no a la manera de torrente impetuoso, sino a modo de aguas fertilizadoras. (Aplausos.)

Requejo se gustaba a sí mismo y siguió arrancando aplausos.

– Venís a España –prosiguió– en momentos críticos, en horas amargas. Yo recuerdo estos instantes que en los últimos días de la información parlamentaria acerca de la ley del Candado, sonaba en uno de los salones del Parlamento la voz cálida y vibrante de un sacerdote, que cantaba los beneficios que a la nación prestaban los salesianos. Y aquella voz arrancaba aplausos de los mismos indiferentes. Y no era la inteligencia del Padre Fierro la que arrancaba aquellas ovaciones, era la verdad, cegando con sus fulgores a los perseguidores de Cristo.

Los largos ojos claros de Requejo y su sonrisa de caimán bello sujetaban al personal. Se veía entregados a los muchachos del círculo deportivo Auxilium, a los alumnos –todos– del Salesianos–Atocha y Salesianos–Carabanchel, dominados por la presencia de Alcántara.

Por entonces ya había hablado Manfredini, como provincial; el sabio diputado Alejandro Pidal y Mon y el diputado conservador Bartolomé Feliú, catedrático de la Universidad Central.

Tan revueltos andaban los tiempos que hasta un profeta católico como Requejo, con ademán impasible, porfiaba, una y otra vez por promover la provocación de la muchachada. El Debate la divulgaría por el todo Madrid.

– Yo ya sé, como decía el P. Fierro, que si llegaran a expulsaros de España, mientras caminarais por nuestro suelo iríais bendiciendo nuestras montañas, nuestros valles, nuestro cielo, y que, al llegar a la India, os dedicaríais a enseñar a aquellos indios a amar a Cristo y a querer a España. Está bien, ésa sería nuestra venganza. Pero nosotros, los que gastamos los pantalones tendríamos que obrar como católicos, como ciudadanos, como hombres. (Ovación propagadísima.) Nosotros también abandonaríamos esta tierra, y con nosotros se iría el prestigio de la raza, con nosotros marcharía España. (Aplausos estrepitosos.)

Requejo se sintió artista, popular y peleón. Fue su manera de acodarse en la Asociación Católica–Nacional de Jóvenes Propagandistas, en momentos de fuerte anticlericalismo.

Con Albera, a la cabeza, los salesianos rendían así un homenaje, que era una puesta en pie de la ciudad sagrada del catolicismo agredido.

Habían pasado tan sólo trece años desde que Ernesto Oberti pusiera el pie en la estación de Atocha.

Era el momento de recordarlo y Manfredini y Albera lo hacían.

Fue, que sepamos, el primer acto de culto a la historia de los salesianos en Madrid, rindiendo culto al bisabuelo muerto, pero también descubrían –ahora con Requejo– que en la historia también estaban y contaban, emboscados, Voltaire, Marx y Canalejas.

 

Cinco mil pies de terreno, diez mil pesetas

Cuando en 1937 lleven a Fernando Bauer a las puertas de la cárcel y le pregunten por su filiación, el multimillonario responderá a las bravatas:

– Sí, me llamo Fernando Bauer, judío y católico. En mis bolsillos llevo un rosario y una estampa de la Virgen. Esto es todo. Ahí lo tienen, pero seguiré rezando el rosario por usted.

El señor Bauer tenía la calva picuda y como blanda, suave, y sus orejas grandes y despegadas contribuían a darle un perfil entrañable de buena gente, conjunto que se completaba con los pies un poco hinchados, torpes y como redondeados. La vida.

Una mañana de 1916, cuando la ciudad amanecía escarchada, llamaban a casa del señor Bauer, que no pudo ir al Banco pisando por la nieve en zapatillas.

– ¿Vive aquí  don Fernando?, le traigo unas hojas, para lo de los salesianos.

– Hale, chico, vámonos de aquí, que no hay aire para todos –dijo el ama de llaves, abriéndole la puerta–. El undécimo, no estorbar.

– ¿Quién anda ahí? –preguntó don Fernando desde el interior.

– De los salesianos. Las hojas de la suscripción, señor.

– Pues entra, entra y siéntate, chico.

Incapaz de quedarse quieto, el chiquillo de los salesianos entregó la hoja al señor Bauer y optó por sentarse, no sin antes volcar una silla, que le hizo ver las estrellas con todos sus satélites y cometas.

– Ay, ay, pero hombre de Dios, estate quieto y descansa un poco.

– Perdón, señor –dijo él con la mirada gacha, rojo como un tomate.

Pero no había forma de calmar aquel manojo de nervios.

Mientras don Fernando leía la hoja, el niño le miraba, con la boca abierta, sin apartar los ojos del narigón del judío.

– Mira, dile a don José que iré yo a la Ronda el viernes santo a verle.

Esta vez el chiquillo logró mirar al banquero con cierto aplomo.

– El viernes santo.

Don Fernando  Bauer Molpurgo, el de dentro, el que habitaba en la diana del corazón de los chicos de Lavapiés, continuaba donde estaba, encerrado a cal y canto, mudo, sin moverse de su sitio, de ningún sitio. Rezaba. Parecía una estatua de sal.

– Padre Manfredini, le traigo una sola hoja de suscripción para la compra de los terrenos.

– Se trata de comprar el primer trozo para patio, don Fernando y…

– No he tenido tiempo de buscar amigos. Quizá urge…

José Manfredini, director de la Ronda, 17, podía leer en la hoja:

– Fernando Bauer, 5000 pies de terreno = 10.000 pesetas.

Manfredini esbozó una sonrisa. Bauer desvió la mirada, mientras le daba una palmada al hombro.

– Fuera complejos, padre. Pague usted.

– No son complejos, son 72.000 simples pesetas.

– El marqués de Borghetto y yo haremos lo que podamos.

Los terrenos de la Ronda de Atocha importaron cerca de 800.000 pesetas. Bauer y Borghetto y otros le quitaron a Manfredini los simples.

 

El hijo de la lavandera se desmaya

Y la Consuelo se trabucaba.

– …lo han inaugurado los Reyes.

– Se le traba la lengua, señá Consuelo. El Pepito ya me lo ha dicho.

– La Reina parecía una Virgen. ¿Sabes tú lo que es eso?

– Pues una Virgen es una santa –dijo Pepito, intentando cambiar de tercio.

– ¡Qué cosas tiene usted, Consuelo!

– Es más que eso –dijo el niño–. Una Virgen es más que una santa.

– No te metas en líos –protestó la Consuelo–. Deja a los curas lo que es de los curas.

– Pero es que es de todos nosotros, ¿sabes?

El 29 de marzo de 1917 el patio de los salesianos de Ronda de Atocha parecía una verbena. Iban a venir los Reyes para poner la primera piedra de los Talleres Salesianos.

Las Escuelas populares gratuitas contaban con 420 chicos.

Había que dar un paso más, como en Sarriá, Sevilla, Valencia, Málaga y Cádiz.

Todo el lirismo que le echaron los salesianos al acto no fue sino un afán de engendrar, engendrar las primeras Escuelas Profesionales de Madrid y para Madrid.

Cargado de confidencias y recuerdos, esperó a pie de puerta el superior general de los salesianos, Pablo Albera –el pequeño don Bosco–, acompañado del provincial, José Binelli y del director Manfredini. Los demás salesianos, anudados a los chicos de estos barrios, se sentían difusamente admirados y queridos, al llegar gente de tanto postín, y eran todo ojos.

Primerísima entre todas, llegó la Reina Madre, María Cristina, acompañada del príncipe Pío de Saboya y de la condesa de Mirasol, la Infanta doña Isabel de Borbón y su dama particular, Juana Bertrán de Lis.

– ¡Viva María Cristina! ¡Viva la Reina Madre!

Sí, sí, era la Reina Madre en persona.

Olas de frío y calor atravesaron, alternativamente, a Pepito.

Se desmayó, derrumbándose en la butaca de mimbre.

– ¿Le pasa algo a Pepito? –preguntó don Joaquín Urgellés.

– Está despatarrado en la butaca –dijo la Consuelo.

– Ay, Señor.

– No es nada, no es nada… Se parece a la Virgen –dijo Pepito.

Y, en fin, Sus Majestades los Reyes de España, don Alfonso XIII y doña Victoria Eugenia de Battenberg, se enfrentaban a la muchachada de Salesianos–Atocha, barajados, en palco rojo y negro.

Mientras el obispo de Madrid–Alcala, Melo y Alcalde, bendecía la primera piedra, los reyes paseaban su corazón sobre aquellos cientos de cabecitas rapadas, por temor al piojo verde, y respiraron mejor.

 

Nuncio y Marquesa. Tanto monta

Los salesianos jamás consiguen borrar su perfil de barrio popular, de chicos y jóvenes bulle–bulle y de pantalones de pana y vaqueros, pisando aulas como revolucionarios o corriendo patios y solares.

– Lo que hace la madre, hacen los hijos.

Y una fila de diez gamberros desfilaba por el solar haciendo burlas o morisquetas, dando collejas y pegando saltos, que lo que hacía el primero tenían que hacer los demás.

Antonio Torm, el salesiano catalán, tenía algo contrariado el entrecejo.

Sentía, intuía, sabía que España estaba cambiando, aunque no sabía de qué magnitud era lo que se venía en cima.

– Lo que viene en España es la revolución.

– No me asustes, Antonio.

– Primero una República, y después…, eso, la revolución.

– Nada de políticas, Antonio. ¿No estarás metido en esas cosas?

– Ya sabe que no puedo, pero me gustaría, ¿sabe?

El barrio de Cuatro Caminos estaba morado de republicanismo y morado de hinchazones de pueblo. Las inmensas clases populares constituían el macizo del barrio sin voz y sin esperanza. Antonio Torm quiso salirle al encuentro.

Torm era feote, digno, noble, con sotana raída, con gafitas pequeñas y redondas, o sea quevedos, y se lanzó a la aventura de su vida. En 1922 inició un Oratorio para la chiquillería, con el patrocinio del nuncio Tedeschini y la marquesa T’Serclaes.

Nuncio y marquesa, marquesa y nuncio pusieron a salvo a Torm. Tanto monta.

Torm no era vindicativo y cuando el barrio  se desmandaba, intervenía la marquesa o el nuncio o al revés. Monta tanto.

El barrio vivió durante diez años confundido con los chicos de los salesianos, sin saber muy bien lo que pasaba, pero feliz de que los Salesianos–Estrecho fuesen, al fin, el reino de los chicos del barrio, de sus padres, de sus abuelos, de alguna marquesa roja y hasta del nuncio.

Salesianos–Estrecho era el sitio, la patria natural de la chiquillería de Bravo Murillo, Francos Rodríguez, Alvarado, Valdeacederas, y por tanto la de Antonio Torm y la de los salesianos de Madrid, una patria callejera y feliz y en alpargatas, con el pelo al cero por temor a las liendres.

– Un día, señora marquesa, tiene usted que venir al cocido de los salesianos, con el señor nuncio.

– Ah, el señor nuncio, padre Torm, grandísimo liberal: en clérigos como él está el germen ignorado y glorioso de la Iglesia.

Y Tedeschini y la señora marquesa T’Serclaes vinieron a la casa de los salesianos. Tanto monta.

 

CONTINUARÁ…

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