Me ha parecido siempre espléndida la iconografía, representada en numerosas ocasiones por la pintura, que expresa la muerte de Jesús en la cruz, sostenido en ella por el Padre. ¡Qué bien lo ha entendido la teología hecha arte en la tradición! Jesús, abandonado de todos, es sostenido por la confianza ilimitada en el Padre. La oración de sus labios momentos antes de morir, es recogida en la tradición evangélica con las palabras del salmo 22, “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46) Su plegaria expresa la angustia del sufrimiento pero apunta también a la confianza en Yahveh que, como continúa el salmo, dará el triunfo final a aquel que vive en sombras de muerte e implora a su Señor:
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¡Lejos de mi salvación, las voces de mi rugido! Dios mío, de día clamo, y no respondes, también de noche, y no hay silencio para mí (…) Y yo, gusano, que no hombre, vergüenza de lo humano, asco del pueblo, todos los que me ven de mí se mofan, tuercen los labios, menean la cabeza: ‘se confió a Yahveh, ¡pues que él le libre, que le salve, puesto que le ama!’(…) Porque no ha despreciado ni ha desdeñado la miseria del mísero; no le ocultó su rostro, más cuando le invocaba le escuchó” (Ps 22, 2-7. 25).
En manos del Padre, la entrega de Jesús que no tiene rasgos fatalistas ni desesperados. Dios, una vez más, abrirá las aguas caudalosas y turbulentas de la historia y no dejará que la muerte tenga la última palabra. La plenitud de Dios será – en Cristo resucitado – la orilla de los hombres.
No se puede desligar la muerte de la vida y en Jesús aquella es consecuencia de ésta. La cruz es el momento culminante de la existencia de un hombre “apasionado” por la causa del Reino. El Cristo pasó por la vida haciendo el bien, abriendo prisiones injustas, denunciando y combatiendo todo lo que amenaza la vida de las personas, su dignidad y su libertad de hijos de Dios. Una propuesta desestabilizadora que inquietó a los que vivían demasiado seguros de sí mismo y de sus tradiciones pero que alentó la esperanza en los corazones de los que anhelaban una nueva situación en la que poder recuperar el futuro que la historia y los poderosos les había arrebatado.
Aquel que dijo de sí mismo que había venido “para que todos tengan vida y vida en abundancia” (Jn 10, 10), se dejó la vida en el surco y su muerte fue la expresión más radical de una entrega generosa hacia la que apuntaba ya cada gesto liberador en el camino. La muerte de Jesús en la cruz no tendría sentido sin su vida y ésta – a su vez – sólo podía ser refrendada con la coherencia hasta el final de quien sabe que “el grano de trigo, si no cae en la tierra y muere, no puede dar fruto” (Jn 12, 23-24). Allí, en la soledad del madero recortado entre el cielo y la tierra, estaban todos; ciegos y paralíticos, pobres y abandonados… todos atravesados con los mismos clavos clamando ¡Abba, Padre! Y en el oscurecerse de aquel atardecer retembló estremecida la tierra que gritó desde sus entrañas: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). La vida y la muerte… ¿no son, acaso, las dos caras de la misma realidad? En la historia del Nazareno, el madero marca la sutil distancia entre una y otra. En esa frontera, sólo el amor es digno de fe. En ese horizonte, la cruz es un alegato a favor de los vencidos de la historia y el crucificado el grito de Dios-nuestra-justicia.
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