Sin medida

2 mayo 2022

“La medida del amor es amar sin medida”, conocida frase atribuida erróneamente a San Agustin de Hipona pero que es de Bernardo de Claraval.
No se puede amar a medias. De igual modo que no podemos decir que Cristo resucita, pero no mucho. O lo hace o no. La fe es sencilla, pero al mismo tiempo atrevida y valiente. La alegría del encuentro con Cristo – como todo amor – es desmedida. Pero la manera de expresarlo en ocasiones es demasiado contenida, empaquetada, tasada y regulada, no vaya a ser que los ofendiditos se escandalicen.

Sabemos que hoy vivimos en España lo que hace muchos años es un hecho en otros paises occidentales: el avance de una secularización imparable, con descensos nunca vistos en la participación de los sacramentos y un secularismo propiciado desde numerosos frentes.

También constatamos que los sentimientos y la lágrima fácil son las nuevas estrategias en nuestra sociedad hiperestimulada y paradójicamente adormecida. Y el bombardeo mediático de las redes hace que todo mensaje que pase de 9 segundos no sea visto ni escuchado.

Nos gustará más o menos, estaremos de acuerdo o indignados, pero es lo que hay. Y en este ruedo toca lidiar si queremos “anunciar” y que la semilla caiga al menos en la tierra.

Recientemente he vivido como sacerdote dos experiencias que ilustran bien lo que intentamos barruntar en estas letras.

En el primer caso, una persona mayor me dijo en la sacristía, al finalizar la misa, que procurara no sonreír tanto y contener un poco mis expresiones de alegría pues era una falta de respeto al Santísimo.

La otra situación acontenció con un joven de Ciclos formativos. Durante la misa me preguntó por quién brindábamos cuando levanté el cáliz en la consagración. La pregunta fue respetuosa y curiosa. Un chico de Jerez – en la ciudad del vino – si ve una copa alzada solo puede pensar en eso, si no ha tenido – como nosotros – alguien cerca que desde pequeños les explicó lo que para nosotros es evidente.

Nos creemos que la gente entiende todo lo que hacemos y decimos. No se trata de rebajar, pero sí de adaptar. Y toca hacerlo urgentemente.

Don Bosco lo repetía hasta la saciedad: “amad aquello que aman los jóvenes, y ellos aprenderán a amar lo que vosotros queréis que amen”. No es tan difícil. Pero las dos cosas van de la mano… Las excesivas alturas hacen inalcanzable a Dios. ¡Qué sabio y astuto era nuestro santo! Cientos de jóvenes rezaban, se reunían, y también se divertían y se sentían como en casa. Sin dicotomías ni artificios. El santo de los jóvenes tampoco lo tuvo fácil cuando quiso explicar que su Congregación no era superficial y meramente humana. Y zancadillas, malentendidos y enemigos no le faltaron. Algunas de las puñaladas – quizás las más dolorosas – llegaron de quienes debieron animar, comprender y apoyar.

¿Por qué buscamos a Jesús en tradiciones muertas, en fórmulas que no entiende nadie o en oraciones vacías que no comprende ni el que las escribió? ¿Cómo nos encontraremos con Él, si no hacemos que nuestras celebraciones sean pura fiesta y no un calvario donde miramos el reloj deseando que acabe?
No soy liturgista, pero creo entender algo de lo que busca el ritual. A lo largo de la historia, hemos visto cómo la Iglesia ha sabido adaptarse y evolucionar según las circunstancias de su época, sin renunciar en ningún caso a la esencia de aquello que ama y ofrece como don y regalo para todos los hombres. Por eso es la institución más antigua del mundo.

Saber transmitir es un arte y oficio que debería ser obligatorio para todo sacerdote, catequista o animador. ¿Acaso no tenemos el más preciado de los regalos? ¿por qué no nos lo quitan de las manos?

Sé que el asunto es complejo. Pero ya que nos están crucificando con auditorías y burocracias absurdas, quizás no fuera desacertado aplicar un poco de esa sobrevalorada evaluación externa a nuestra manera de presentar y transmitir la fe.

Es un hecho constatado que no llegamos a sintonizar con la sociedad de hoy, mucho menos con los jóvenes. Y a los pocos que acuden a nuestras celebraciones, muchas veces se les riñe (literalmente) o le hacemos vivir la muerte a pellizcos. Afirmar que no van a la iglesia porque son superficiales y hedonistas es un reduccionismo peligroso. Alguna responsabilidad tendremos también nosotros.

Mientras tanto, intentemos que la alegría, las velas, los globos, las lágrimas y los abrazos “apretaos” de la Vigilia Pascual tengan su continuidad.

Ahora es cuando la cosa se pone interesante: 52 semanas que tiene el año, o sea, 52 oportunidades para celebrar la Pascua cada domingo con la misma alegría. Porque no sólo de Semana Santa vive el creyente. Hay que repostar.

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