La Virgen de Gloria de Casbas de Huesca
Amigo Javier, en un tiempo de tan baja calidad, la autenticidad es un motivo de sospecha.
Era 1947. Años difíciles para la alegría de elegir.
Hago memoria. Y pido memoria. Y sospecho, amigo, que en todo mañana también cabe un fue y un será y un es cansado. Mira, siento un entusiasmo descomunal y un afecto desordenado por esa zona de la Hoya de Huesca, de donde mi tío era el arcipreste, con sede central en Casbas, pueblo medieval crecido en torno al Real Monasterio Cisterciense de Santa María de Gloria y de la parroquia de San Nicolás de Bari.
Desconozco si mi tío, mosén Gregorio, era clásico o moderno, conservador o progresista, después de la guerra incivil del 36. Qué más da. Solo narraba historias veraces y sencillas; enseñaba al Catecismo de Astete o de Ripalda, dando cuerda al corazón y pulsando el cerebro hasta empujar porqués, certezas, dudas, desafectos, entusiasmos. O sea.
En sus homilías había una emoción y unas historias que contaban algo vivo y hasta vivido, mejor o peor. Y en sus catequesis cabía el Somontano entero, y Aragón entero, y España entera, y un tiempo complicado como el de posguerra. Cuando se hace una música así suele haber un par de virtudes por encima de las demás: talento y elegancia.
El talento, la elegancia y la pedagogía del Astete y del Ripalda, primero y el talento, elegancia y pedagogía de mosén Gregorio, mi tío después. De ahí el discreto fuselaje para que todos los niños de Casbas pudiéramos volar alto. Y los de Sieso. Y los de Labata.
La suya no era nuestra generación. Ni la de Astete, ni la de Ripalda. Ni siquiera la de San Pío X y su catecismo, pero entendíamos los asuntos centrales del cristianismo, no sólo cantando las obras de misericordia corporales y espirituales, sino practicándolas.
Doy por bueno lo cierto: Astete es uno de los mejores acontecimientos de la España barroca hasta mi adolescencia. Sólo necesitó depositar algunas preguntas y respuestas descomunales (y a la vez sencillas) en la mucosidad de cuarenta generaciones para dejar más surco que tantos ídolos de arcilla cruda de hoy… y hasta del Vaticano II. Lo siento. Ahora que en tantísimas cosas la Edad Media se está imponiendo mi “Astete/Ripalda” suena mejor. Sus tonadillas (pues preguntas y respuestas las cantábamos, como la tabla de multiplicar) son un buen antídoto contra el exceso de cafres. Sus actitudes mucho más. Muchísimo más.
Al concluir, sin titubear, la catarineta de los “Diez Mandamientos de la Ley de Dios” cerrábamos el pico así: “Y estos diez mandamientos se encierran en dos: “Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios”.
Dos por dos son cuatro.
Dos por tres son seis.
Dos por cuatro son ocho.
Dos por cinco, diez.
Así, solo cantando los números como historias veraces y sencillas, como el calambre repentino de cuando alguien desea a alguien; como el desgarro de aguardar en la estación de tren al amor que no vuelve; como a la apuesta a un vaso de vino que lo alumbra todo; admirábamos sin razón y otras razones porque nos sobraban los motivos: junto al “Astete/Ripalda” estaba el sujeto cristiano y el sujeto cívico, y de esa masa madre salía pan bueno.
Me callo, termino de beberme la taza de leche con malta.
La voz de mi abuela Mamá Nona es tranquila, viene ya de más pronto, de un tiempo anterior a aquel en el que estamos ahora. Olfatea un poco de viento y humo de la cocina y dice:
– Las cenizas dicen que tenías que estar ya en el convento.
Lo dice en voz tan baja que si lo oigo es porque reina un silencio seco y ahumado.
Miro las brasas removidas que musitan con un zumbido de lucecitas. Son como la voz de mi abuela, pero en lugar de hacerme hablar quieren que las oiga.
– Vete rápido, que a mosén Gregorio no le gusta que llegues tarde, con la misa empezada.
Ya en la iglesia del convento, corro a la sacristía.
Me revisto de monago y me arrodillo en la escalera del altar de la Virgen de Gloria.
Soplo un poco de gracias hacia lo alto del camarín.
– ¿Cuánto sabes, Paco? Te entiendes primero con las brasas y ahora con el cielo –dice mosén, mi tío.
– Haz que tu aliento se esparza por nuestros campos y se eleve hasta Sierra de Guara, así se puede combinar con las nubes y se puede convertir en lluvia por donde la ermita de Bascués y por el caserío de San Román.
No puedo evitar decirle:
– ¿Tú crees, tito?
– Cada vez que un hombre reza, amontona así la sustancia de la lluvia en el cielo. Las nubes, chico, están llenas de aliento de oraciones.
Miro hacia arriba.
Me encuentro con la Virgen de Gloria.
Me digo: cuánto rezan en Casbas, cuánto rezan en Aragón, cuánto rezamos, tito, en España, ¿no?
Y él se ríe conmigo y él dice que es muy bueno reír y que viene mucha más fe después del reír, que después del llorar.
“In nomine Patris”
Inicia la misa conventual, en latín claro. Me llega de espaldas la voz de mi tío. Él me cambia el misal de la “Epístola” al “Evangelio”, porque yo no llego al altar. Tengo 6 años. Siento al fondo del intestino vacío, agitado por la leche con malta, un gruñido de ternura por la Virgen de Gloria, llegada por encima de mis cortos años como una piedra a un nido.
Nos llegamos al coro de abajo para acercar a las monjas la comunión, a través de las rejas. Y me cuesta un rato sacar una respiración profunda, para poner distancia. Mientras entra en mis pensamientos la Virgen de Gloria, la virgen de mis comienzos. Es el momento del himno:
– Con jubilo santo / el alma rebosa.
Oh, Madre piadosa / vienen a tu altar.
Estos fieles hijos / que de ti anhelan.
La más alta prueba / de su amor filial.
Es un modo de entrar en la guerra vagabunda del 36, finalizada oficialmente el 39, pero todavía diluida por las sierras cercanas de día y alojada de noche por nuestros corrales y cobertizos.
– ¿Los maquis, abuela? ¿Qué son los maquis?
– Nada, hijo, allá por San Román pasan cosas.
Con cierta insistencia repito:
– ¿Los maquis son hombres malos?
– No hay hombres malos, hijo.
Un fruncir de párpados me devuelve un principio base del cristianismo de mi abuela, de toquilla pesada y un aliento cálido me pasa por dentro de la nariz. Su mano va a un gesto perdido y me doy cuenta de que está en el sitio que ha dejado vacío el brasero de las cenizas y antes de reordenar los nervios percibo un braceo en busca de un objeto perdido.
– ¿En qué piensas, chico? ¿En los maquis?
No, le digo, y siento que los párpados se relajan y que se allana un atisbo de sonrisa. Pienso en eso de que “no hay hombres malos”.
– Todavía no te has dado cuenta de que estás en la abadía del cura de Casbas, ¿verdad?
Aquí contigo sí, respondo, aquí contigo es como estar en la casa de todos, capaz de abrirse a todos. Pero el “Astete/Ripalda” dice que “los hombres buenos irán al cielo y que los…”.
– “También dice que las obras de misericordia corporales son: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino, redimir al cautivo y enterrar a los muertos” –y lo canturreamos los dos al tiempo y lo canturreo hoy de memoria, después de setenta y cinco años. Que las potencias del alma son tres: memoria, entendimiento y voluntad.
Me sirve una chispa de “vino de misa” y ella se sirve otra. Toca su vaso con el mío: bienvenido a casa, y yo: bienvenido a Casbas.
Me echo el “alcohol de misa” en la garganta y la Virgen de Gloria entra en mis pensamientos y también los maquis de Sierra de Guara.
Por las noches en el corral mi abuela y mosén dan de comer y beber a los maquis. También los Maserico. Y los Cereceda. ¿Y a lo mejor el cabo de la Guardia Civil?
Amigo Javier, la autenticidad es un motivo de sospecha. También hoy.
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