San Juan Bosco, tan consecuente, tan romántico, tan siglo XIX, tan clásico…
Desde su tiempo y fuera de su tiempo como ninguno. San Juan Bosco, tan cercano, tan moderno, tan nuestro. Porque otra de las magias del santo –y de casi todo lo que vivió– es que nunca produce sensación de lejanía. Está ahí y aquí, como sus decisiones brillantes, despiadadas o geniales, pero siempre ciertas.
1815.
El Congreso de Viena centra los límites políticos de Italia en siete Estados independientes. Lo que llena de delicia y atrevimiento a los vencedores de Napoleón, solivianta a los italianos que creen y van a luchar por la obligatoriedad de un único Estado: Italia, la Nueva Italia.
El Congreso de Viena es la provocación.
Los Siete Estados italianos se desmarcan, desafiantes, desde 1815 a 1870 para lograr la unidad de la patria: Italia.
El piamonte Don Bosco analiza su tiempo y se hermana con él -con la plenitud expresiva de un nacionalismo unificador y clamante– pero no con los excesos de la guerrilla, la subversión, las armas, el terrorismo inhumano o sangrante.
Él habla de la hora de leer de nuevo los textos de la escuela. Y escribe una Historia de Italia cercana al compromiso con el día después de la unificación. Él acude a los símbolos patrios comunes y los integra en la bandera tricolor y los himnos patrióticos con sus muchachos. Él no se encuentra cómodo en las definiciones líricas del pasado imperial romano y promueve el italiano, la lengua de Toscana, sobre todas las demás, como elección práctica. Él, hombre de iglesia hasta la médula, celebra con antorchas de amor al papa de Roma su ofrenda con una Historia de los papas, donde busca su armonía con el Estado Italiano. Osea.
San Juan Bosco anhela cambiar la situación dividida del país, desde su rincón, desde su Oratorio, desde el aula, desde la cabeza del pequeño italiano –hasta no hace mucho piamontés o siciliano, milanés o véneto– con sonido más universal y práctico.
Pero el santo -basta leer su biografía, saber los desastres desesperados de su época– que era un hombre en busca de una perfección constante, de una armonía que amaba y veía centrada en la fe católica… procura calmar sus deseos, regándolos de reflexión y culto, amor y entrega, bajo la consigna entera de nuestro Señor: “Dad al Cesar lo que es del Cesar, y a Dios lo que es de Dios“.
Nunca consiguió lo que anhelaba del todo, su alma –consiguientemente- fue por necesidad insatisfecha. ¿Que su vida es celebración de dulzuras y también de terribles retumbes, vocación de búsqueda incesante? Así es. En él culmina con sonido de risas y juegos la magnífica escuela italiana: de culto religioso y patria posibles.
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