Carta de un anciano a Don Francisco César García Magán
Toledo
Excmo. e Ilmo. Dr. Dn.
Amigo Francisco César:
Espero que al recibo de ésta te encuentres bien, yo bien gracias a Dios.
Tienes delante de él a cientos y cientos de pájaros volando sobre el agua del Tajo, sobre el pulso de la luz independiente de La Mancha y sobre el rumor de los siglos devastados de Toledo, porque la vida es solo tránsito y ventana.
Tránsito y ventana.
Desde la parroquia de Beata María Ana de Jesús, copatrona de Madrid, ambos fuimos bautizados en el rasguño de las madrugadas del barrio de Legazpi. Aprendimos que a San Francisco de Asís en mi caso y a San Francisco de Paula en el tuyo se les obedece y luego ellos nos premian. Suum cuique / A cada uno lo suyo.
Bueno.
Me escucho leer a mí mismo la pequeña carta que conservo como “POSTA PRIORITARIA” del mejor cardenal que ha tenido Santa Romana Iglesia en el siglo XXI y el mejor maestro que yo tuve de Teología dogmática en Roma. Dice así:
– “Vino César con su mazapán toledano y con el simpático Juanito Bosco. Fue esta vez embajador de nuevas no buenas… desgraciadamente en plural. Elevo por ambos mi plegaria familiar al Médico de los cuerpos y de las almas. La simpatía contagiosa el librito refleja la serenidad de su Autor. Me uno a su fiat voluntas tua con un cariñoso abrazo fraterno y sacerdotal. In C. J. Antonio M. Card. Javierre. Roma 14.09.06”.
Se me subió el vuelo del cardenal en jet privado a la cabeza. Una alarma salvaje se apoderó de mis ojos, cuando en la posdata el cardenal concluía: “Tengo que correr, de lo contrario la noche me va a sorprender en el camino”. Respiré al ver que era una frase de Santo Domingo Savio.
Siento, amigo César, que a cada rato me hundo y sobrevivo un poco. Son ya 81 años. A veces me detengo en cosas que no me atrevo a pensar, como temiendo fondos últimos de verdad que no debiera saber, pero que sé. Asuntos propios más allá de mi estupor, de mi mansedumbre, de mi mediocre condición de hombre en un mundo que yo creo que no me corresponde.
La geografía de mi ayer me lleva hasta Toledo, como un salvavidas que uno lanzara a la memoria. Es 1988/89. Encuentro la mecha de algo que contar muy interesante. Don Marcelo González, el gran cardenal de España, me aloja en su diócesis para habitar el único lugar del universo donde no habita el olvido: el Archivo de la archidiócesis metropolitana de Toledo. De aquel viento saludable han pasado 34 años.
Fui haciendo autostop por el centro de la vida en Toledo.
Entrábamos y salíamos de lugares memorables, nos desplazamos de Toledo a Madrid en tu coche (¿recuerdas los colgantes del parabrisas?), hacíamos tardes sin fin en la parroquia de Santa Bárbara casi todos los días (tanto que decían que los salesianos la iban a coger), conocíamos ambos las sabias palabras de Don Marcelo, que fue el primero en labrar una pastoral sobre San Juan Bosco y su confianza en la Iglesia, que daría origen al libro Don Bosco, maestro de Espíritu, conoceríamos palabras de bondad de tus padres Marina y Paco y después la “pédida de mano” de Luis a Valle, mientras tú cantabas aquello de “¿Y cómo es él? ¿Y a qué dedica el tiempo libre?” de Perales. Y sumaríamos gente.
¡Cuánta gente, Francisco César!
Los compañeros de tu curso, a los que tú ayudabas siempre en las tareas; a los canónigos, a los archiveros Ariza y Balbino; al obispo auxiliar Dr. Rafael Palmero Ramos; al vicario de la diócesis; a las dominicas del colegio parroquial de Santa Bárbara; a los “Kikos” de acá y de allá; a los monaguillos, sobre todo, al hijo entrañable de un periodista; al director de la casa sacerdotal, ¿quizá Ferrer?; a algunos seminaristas “riberianos”, “la “creme de la creme”; a los grandes salesianos Antonio Tomé, Santiago Ibáñez y Antonio Machín, que venían de continuo a Toledo.
No he sabido de casi nada de quienes dejé por allí atrás, yo que tantas pistas suelo dar de mí, que con tanta pasión me anuncio en lo minúsculo, en lo pueblerino, en lo doméstico, en lo accesorio. Y con hallazgos tuyos pude hacerme un dibujo ancho, propio del mundo de Toledo: la Virgen Blanca del coro de la catedral (donde acudí cuando te eligieron canónigo en compañía de Agustín Aragón y de Santiago el Mayor), la sala capitular, los sepulcros reales.
No me incomoda para nada estar solo, pese a ser tan teatral desde niño aquí en Atocha, donde canté en el camarín de María Auxiliadora de tiple solista y en las zarzuelas de Trío de Plata y el Nacimiento del Mesías bajo la batuta de Don Filadelfo Arce y Don Felipe Alcántara.
El conflicto de mis silencios soy yo, amigo César.
Pasas de un quirófano a otro con tres infartos múltiples solo. Solo.
Y solo, muy solo, tienes que afrontar la vida, tienes que afrontar la muerte. Ninguna tecnología supera la exactitud de unos dedos perspicaces. Su maña es parte de lo que llamamos civilización, palabra hoy tan en desuso. De esos médicos recobrando vidas depende todo lo que importa, lo que hace viable la ocupación de templar cada día un poco más la muerte, la esperanza, una hebra de futuro.
Dios es siempre aquella imagen que nos falta.
Dios es siempre esa ausencia que deseas apresar. En vano.
La imagen oculta a causa de tanto integrismo, tanto materialismo, tantas verdades. ¿No hay tantas verdades como motas de polvo? ¿No somos más diminutos cuanto más cerca estamos de su lente? ¿Su campo de fuerza invisible no posee más fuerza que las líneas visibles?
¿Sabes? Empecé a leer con cierta insistencia aquí en Salesianos Atocha a los 13 años. Fue un tiempo perfecto e ingenuo. Sin mudar la costumbre de rezar en clase, empezábamos por debatir en grupo. Un giro más que necesario para aprender a pensar leyendo y a sentir pensando.
Y en ese tiempo aprendíamos a vivir como en los libros, como uno descubre en la adolescencia: extremados, ingenuos, arrogantes, alegres, asombrados, imbatibles, líricos, melancólicos precoces.
Precoces, precoces, en casi todo.
La vida, al margen de nuestro club de lectura, a algunos sábados en un palmo de césped del parque de El Retiro, parecía calderilla sentimental. Así éramos. Algunos se dejaban incluso el pelo largo. Otros casi al cero, compartíamos seminario antes de ser admitidos en él.
Ex hominibus / Pro hominibus.
Tu lema es un sacramento. De él va a depender la vida de tantas personas. De ti va a depender evitar que una decisión desafortunada lleve a alguien al fondo. De ti, por tanto, depende volver a la Iglesia enteros. Conoces bien la suciedad de la vida, la inclemente gramática de la delincuencia. Sus humillaciones. Y la desolación de ambientes que detrás de otras pantallas pueden lanzar en cualquier momento ofensivas desalmadas.
¿A quién iremos?
Sólo Él tiene palabras de vida eterna.
Su coreografía es admirable, señor obispo.
Sin embargo, todo da igual cuando hoy la vida de los hombres se balancea tan violentamente. Sobrevivir hoy y aquí requiere algo más que fuerza: un cerebro bien sujeto a lo real, con los menos puntos de fuga posible y fe, aunque sea del carbonero.
La vida está sobrada de tremendos naufragios íntimos.
Elegido de entre los hombres, para su servicio. Así, con necesidad de palabras elementales, como abriendo desvanes al azar.
Cuántos desaparecidos, no siempre hay quien reclame su cadáver. Los seres más invisibles del mar. Los seres más invisibles del COVID-19. Los seres más invisibles de las guerras. Parias calados hasta el alma, resignados a la obscenidad de este océano, de esta pandemia, hechos de turba y desastres, con una larguísima historia de nubes cerradas, de cielos rencorosos.
Amigo Fco. César, señor obispo de la Primada, he ido construyendo mi vida fuera de mi barrio, de mi ciudad, de mi parroquia de arranque bautismal, con determinación e intemperie, con esfuerzo, desarraigo y sigilo. Ser cristiano es un acontecimiento, no un adoctrinamiento. Es una destreza artesanal de fe, con la velocidad insólita de las “obras de misericordia”, porque “La Palabra se hizo carne” (Jn 1,14).
Con picos de silencio y soledad, difíciles de manejar, incluso para el tipo más práctico, sobrepasé los sesenta libros de historia y de ensayo, en las más variadas editoriales. No me apropié de ninguna, porque ninguna era mía. Es más, una preocupación minúscula puede ser insoportable. Una nostalgia, peor que un temporal. De los celosos descontrolados, líbranos Señor.
Abrazo, señor obispo.
Calidad literaria. No estás solo. Te queremos