En casi todos nuestros hogares hay uno o varios álbumes de fotos. En otros casos, en una caja especial, en una cartelera de la pared o, cada vez más, en la memoria del ordenador o del teléfono móvil.
En muchas ocasiones nos sentamos a repasar esas fotos que, ordenadas o no, nos conectan con personas y momentos especiales. Fotografías que sacamos o que nos sacaron. En ellas pasamos nuestra mirada y corazón en seres queridos que están o ya no están en nuestras vidas, lugares que visitamos y anécdotas. Al verlas, lamentamos aquel peinado que elegimos, nos reímos del vestuario y de las pintas que llevábamos. Tratamos de poner nombre a algunas personas de las que ya no nos acordábamos que salían en la foto y, si vemos el álbum en familia, preguntamos a nuestros mayores para poder recordar más y mejor.
Quiero imaginar que los primeros cristianos, esas mujeres y esos discípulos que siguieron a Jesús antes de su muerte y después de encontrarse con el resucitado, tuvieron que hacer ese ejercicio de reconstruir momentos, aventuras, emociones, errores y palabras. Y que, con mirada llena de fe y cariño, contaban y compartían lo que Jesús fue para ellos en sus vidas.
María, álbum privilegiado
Quiero imaginar también que María, la madre de Jesús, fue para ellos ese álbum privilegiado en el que mirar y reconocer los gestos del nazareno. Porque escuchando y mirando a María comprenderían cómo empezó todo y de qué manera Dios trazó un plan al que ellos se unieron cuando Jesús se despidió de ella para anunciar la buena noticia del Reino de Dios.
Quiero imaginar que nosotros, cristianos del siglo XXI, también miramos a María, no sólo en mayo, sino cada día del año, para contemplar fotografías tan llenas de evangelio como la de su experiencia dando a luz al Hijo de Dios; la fotografía de María tratando de comprender la llamada de Dios a ser madre y la de su libre decisión de ponerse al servicio de su voluntad; la fotografía de una madre preocupada por su hijo al oír que se ha vuelto loco; la de una mujer con miedo a ser abandonada por su prometido José; la de una madre que ve a su hijo torturado por las autoridades y crucificado; y la de una creyente meditando la Palabra de Dios en su corazón.
Reunámonos en este mes en torno a María para meditar la Palabra, contemplar las maravillas de Dios, ir de boda a Caná de Galilea, reconocer en cada gesto, palabra o actitud de esta mujer a una madre, a una creyente que puede ser nuestro auxilio cuando nos cuesta tanto vivir nuestra fe y a una discípula capaz de reunir a aquellos que quieren compartirla.
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