Todo esto, tan de actualidad, no es más que el reflejo de una sociedad en la que priva la inmediatez y sobreabundancia de información, la proliferación de fuentes no contrastadas y el bombardeo de eslóganes a cuál más llamativo y provocador. Y en este escenario, la capacidad de escucha queda malherida por toda esta dinámica malsana.
Muchos echamos en falta comunicadores que se tomen tiempo para explicar lo que pasa, que “vayan y vean”, para no informar a base de recortes de agencia mal hilvanados, que separen lo más posible información y opinión, sin que falte ninguna de las dos, y que no falseen un relato para mantener en portada un titular ideológico.
Este barullo comunicativo, esta sobreabundancia de ruido, tiene el efecto perverso de escamotearnos lo mejor de la comunicación: escucharnos y ser escuchados; y de este modo, como afirma el papa Francisco en su mensaje para la 56ª Jornada de las Comunicaciones Sociales: “estamos perdiendo la capacidad de escuchar a quien tenemos delante, sea en la trama normal de las relaciones cotidianas, sea en los debates sobre los temas más importantes de la vida civil”.
En el mundo de la información profesional servida por los medios, se hace un bien inmenso cuando el periodista o el informador sabe explicar a sus interlocutores o audiencias las razones que desencadenan los fenómenos sociales o naturales que reporta, yendo mucho más allá de la simple anécdota, del sensacionalismo o del relato previamente moldeado por opciones ideológicas nada disimuladas. Y esto mismo vale, a pequeña escala, para el modo de comunicarnos en nuestras relaciones personales, considerando si somos capaces de “escuchar con el corazón”, tal como invita san Agustín con esta acertada expresión.
Escuchar con el corazón requiere, en las distancias cortas, tomar tiempo, empatizar, atender a las razones y necesidades del interlocutor, para así poder entablar un diálogo sincero, en busca de la verdad y del bien del otro, no del triunfo sobre el otro.
Como afirma el papa Francisco en su citado mensaje “Escuchar con los oídos del corazón”, “la escucha es condición de la buena comunicación”; si falla esto, campará a sus anchas el diálogo de sordos, el espiar para instrumentalizar al otro, la simplificación de la realidad o la imposición del propio punto de vista.
La escucha es, por lo tanto, el ingrediente indispensable para una buena comunicación, comenzando por la escucha de sí mismo en su justa medida, sin caer en el narcisismo de quien siempre se escucha a sí mismo.
“No se hace buen periodismo sin la capacidad de escuchar”, sostiene Francisco con razón. Y esta capacidad de escuchar, en un profesional de la información no puede dejar de lado el trabajo de documentación y la relación de datos, una labor muchas veces gris y oculta; o el ir al encuentro de la noticia allá donde el suceso se produce para dar la palabra a los directamente implicados, a los que saben porque son del terreno. Es el momento aquí del reconocimiento de esos corresponsales de guerra que están arriesgando su vida en tierras ucranianas entre el fragor de los bombardeos. Solo quien ha escuchado durante largo tiempo será capaz de ofrecer una información sólida, equilibrada y completa. Y, por supuesto, como afirma el papa en su mensaje, “es esencial estar dispuestos también a cambiar de idea, a modificar las propias hipótesis de partida”.
En el cuarto centenario de la muerte de san Francisco de Sales, patrono de los periodistas, escuchar con los oídos del corazón, según su pensamiento y acción, implica la búsqueda honesta de la verdad para difundirla “de forma sencilla, libre y asequible, siempre movidos por la caridad”.
Cuando se escucha con los oídos del corazón, se certifica la acertada frase de ese gran comunicador que fue san Gregorio Magno, en el siglo VII: “decir el bien hace bien”. Y esto vale para profesionales de la información y para todos, porque todos somos comunicadores.
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