Recuerdo aquella fría tarde de invierno. Era nochebuena. Se abrió la puerta de la panadería y entró un joven sacerdote de escasa estatura. Sus cabellos ensortijados contrastaban con la tela lisa de la sotana. Aunque en su rostro se dibujaba la preocupación, hizo un esfuerzo por sonreír al panadero. Eran viejos conocidos.
Tiempo después el joven sacerdote abandonaba la panadería. Portaba unas bolsas grandes donde nos hallábamos varios panettones… Una hora después nos apiló en el rincón de una pobre habitación del Hospitalito de Santa Filomena; albergue para niñas necesitadas de las que era capellán. Encendió el quinqué de aceite. Una tenue luz alumbró el aposento. Miré alrededor. Un escalofrío de horror recorrió mi cuerpo… La estancia estaba atestada de trastos: cuerdas, aros de hierro, zancos, pértigas, bolas, pesas… Mi corazón de panettone se sumió en la decepción. No era así la Navidad que había imaginado.
Cuando cayó la tarde, la habitación se llenó de mozalbetes. Llegaban tristes y cabizbajos. Albañiles y limpiachimeneas. Huérfanos que venían a celebrar la nochebuena junto a aquel sacerdote que era su único padre y amigo.
Escuché el motivo de su quebranto: durante meses se habían reunido junto a los molinos del río Dora. Ayer el ayuntamiento les había prohibido regresar. Sus palabras se transformaron en lamentos; los lamentos, en desánimo… “¿Dónde nos reuniremos el próximo domingo?”.
Don Bosco les escuchaba con preocupación. Era pobre. No tenía ni un palmo de terreno suyo. Les ofrecía lo que poseía: su persona y su afecto…
De pronto, Don Bosco, se puso en pie. Y tragándose penas y preocupaciones, comenzó a contarles las maravillas de una casa para los jóvenes… Describía el nuevo hogar con todo detalle, aunque tan sólo existiera en su mente. Cesaron los lamentos. Renació la esperanza.
Y para demostrar que todo lo que les estaba describiendo era cierto, les anunció un regalo muy dulce… A una indicación de Don Bosco, varios muchachos se dirigieron al rincón donde yo me hallaba. Retiraron el papel de estraza. Me recibieron con aplausos de alegría. No me lo podía creer: mi cuerpo de panettone se estaba convirtiendo en algo más que en un dulce de Navidad. Yo era el anticipo del sueño anunciado por Don Bosco.
Don Bosco partió mi cuerpo a rebanadas verticales, grandes y colmadas. Me distribuyó entre sus muchachos. Recuerdo todavía el tacto áspero de sus manecitas encallecidas por el trabajo, y el brillo de sus ojos. Cumplí mi misión: fui pan compartido, signo de un futuro mejor… sonrisa dulce en la Navidad.
Nota: 22 diciembre de 1845. El ayuntamiento de Turín prohíbe a Don Bosco reunirse con sus muchachos en los molinos del río Dora. Un Don Bosco cargado de preocupación celebrará la Navidad junto a sus chicos. En esta Navidad -confiando en la Providencia- les anuncia y describe el futuro Oratorio: una casa para los jóvenes. (MBe II, 260-261).
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