Por Miguel Gambín.
La expresión Estado del bienestar (Welfare State) proviene de Gran Bretaña. En 1942, plena Guerra mundial, en el parlamento de este país se leyó el informe Beveridge, en el que se trazaban las líneas programáticas del “Welfare State”, que proponían que el Estado debía garantizar la seguridad y el bienestar de todos los ciudadanos “desde la cuna a la tumba”. (“From the cradle to the grave”).
Después de la Segunda guerra mundial, las democracias occidentales se percataron que la mejor forma de luchar contra la subversión revolucionaria vehiculada por la Unión Soviética, era proporcionar a la clase trabajadora europea un nivel de vida superior al de su contraparte comunista, para cortar de raíz toda pretensión de subvertir el sistema. En Estados Unidos se habían implementado las políticas del presidente Roosevelt, llamadas del “New Deal”, que consistían básicamente en la intervención del Estado para regular la banca, los servicios, y garantizar un nivel de vida adecuado a los ciudadanos, y evitar una nueva repetición del “Crack del 29”.
El éxito logrado en ambos lados del Atlántico fue lo que le hizo decir a Karl Popper: “Nunca antes los Derechos Humanos y la dignidad humana han sido tan respetados”. En aquella época el paradigma económico era el de la intervención del Estado, dentro de la economía capitalista. Una economía de mercado, pero con unas normas impuestas por la normativa estatal. Nada que ver con la economía de los países del este. Era un capitalismo socializado.
La cosa empezó a cambiar a inicios de los ochenta del siglo pasado. Como resultado de la primera crisis provocada por la Guerra de los seis días, en junio de 1973, se produjo en Occidente una inflación importada, a causa del aumento de precios del petróleo. Esto sirvió de pretexto para cambiar el paradigma económico que había imperado en esta parte del mundo desde los años treinta y cuarenta, y que culminó con la crisis de 2008, que fue resuelta, no lo olvidemos, con enormes inyecciones de dinero público a aquellos que siempre se habían opuesto a la intervención del Estado.
La pandemia ha puesto en evidencia las fallas de esta forma de organizar la sociedad. Ante una crisis semejante, es imprescindible la intervención del Estado para garantizar los derechos y el bienestar de los ciudadanos.
Y todo esto solo es posible con los impuestos, que son la forma de redistribuir la riqueza por parte del Estado, para hacer efectivos los derechos garantizados en la Constitución. El derecho a la salud, a la vejez digna o a una educación para todos, solo es posible con los recursos que el Estado distribuye a partir de una política fiscal que nuestra Constitución dice que debe de ser “progresiva”, es decir, paga más quien más tiene.
Sin impuestos, es imposible crear el estado del bienestar.
Plantear la política fiscal como un atraco a la ciudadanía es una tergiversación malévola que solo busca favorecer políticas de rebajas fiscales a quienes más tienen, que son quienes más deberían contribuir a las cargas comunes. Plantear la bajada de impuestos como exaltación de la libertad es una burda finta para despistar a los incautos. Lo que se consigue con esto es aumentar la desigualdad y la exclusión.
Ésta no es solo una cuestión técnica. Detrás de estos planteamientos está la elección del tipo de sociedad que queremos. Desde la perspectiva de la doctrina social de la Iglesia, se ha criticado desde los primeros siglos la acumulación de recursos por parte de la minoría. Los cristianos no podemos limitarnos únicamente a atender a las víctimas de un sistema cada vez más despiadado y cruel, sino debemos denunciar este estado de cosas, tal como el Papa Francisco subraya en las últimas encíclicas.
Lo que no podemos hacer es dar la razón a aquellos que promueven políticas excluyentes que fomentan la desigualdad.
Porque cuando un gobernante promete que va a bajar los impuestos, sea cual sea la época y el lugar, sin duda, está dando gato por liebre.
Nuestro compromiso educativo exige una visión crítica del mundo en que vivimos, más allá de las recetas facilonas de las redes sociales, y basado en la solidez de un sistema ético que siempre ha relativizado el derecho a la propiedad, y lo ha supeditado al derecho a vivir dignamente. La doctrina social de la Iglesia es muy clara en este sentido. No es mala idea echarle un vistazo en estos tiempos convulsos.
*Doctrina Social de la Iglesia https://www.vatican.va/roman_curia/pontifical_councils/justpeace/documents/rc_pc_justpeace_doc_20060526_compendio-dott-soc_sp.html
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