Tan sólo fui un huertecillo de reducidas dimensiones. Nací fruto de la nostalgia de una campesina. Mi dueña se llamaba Margarita Occhiena. Llegó a la ciudad de Turín desde las suaves colinas del caserío I Becchi para apoyar a su hijo Juan Bosco, joven sacerdote que había decidido concretar su sueño: ofrecer oportunidades de vida a los chicos pobres de la gran urbe. Ella fue la madre de aquellos pequeños.
Se multiplicó para que nunca faltara un plato de polenta y una ración de afecto a los jóvenes aprendices acogidos por su hijo. Por la noche, mientras dormían, remendaba sus gastadas blusas obreras. Durante el día, zurcía, con hilo de esperanza y aguja de alegría, las heridas que la vida había dejado en sus corazones.
Un día de primavera decidió crearme a mí. Eligió un terreno algo apartado del lugar donde jugaban los chicos. A golpe de azada alisó la tierra. Trazó los surcos. Delimitó mi cuerpo con una pequeña valla. Puso una fila de lechugas, varias plantas de judías, coles, patatas y tomates… Me regó cuidadosamente y cuidó con primor. Judías y tomateras se pusieron en pie, de puntillas hacia el sol. Sus zarcillos abrazaron las cañas que les servían de guía.
El milagro se produjo. Todavía recuerdo el orgullo con el que le ofrecí las primeras verduras y hortalizas nacidas en mi tierra.
Pero una aciaga tarde de mayo todo cambió. El Oratorio bullía de actividades y fiesta. Varios bandos de muchachos jugaban a la guerra. Improvisados generales trazaban estrategias. Dirigían a la tropa infantil. Reptaban por tierra, asaltaban posiciones enemigas, recuperaban banderas y estandartes…
Aunque siempre me habían respetado, aquel día todo fue distinto. Sentí las pisadas inconscientes de varias decenas de muchachos sobre mi cuerpo de tierra… En el fragor de la batalla, cayeron derribadas las cañas de las tomateras. Malogradas hojas de coles y lechugas se apelmazaron contra el suelo.
Cuando ella llegó, tan sólo pudo evaluar los daños. Con lágrimas de rabia e impotencia, tomó una determinación: regresar a las suaves colinas de I Becchi. La vi alejarse hacia la habitación de su hijo Juan para comunicarle la decisión.
Temí lo peor. Por un momento me imaginé privado de los cuidados de mamá Margarita. Abandonado para siempre. Soportando las malas hierbas del olvido.
Horas después regresó mamá Margarita. No dijo nada. Comenzó a retirar pacientemente las hortalizas dañadas. Levantó las cañas rotas… De tanto en tanto miraba hacia lo alto, como musitando una oración y pidiendo paciencia y ayuda a Dios.
Y la ayuda llegó… De pronto, apareció un grupo de muchachos del Oratorio. Con rostro compungido se colocaron fuera de los límites del huertecillo. En silencio pidieron una nueva oportunidad.
Margarita les perdonó con la mirada. Sonrieron. Le ayudaron a recomponer mi cuerpo de huertecillo herido de muerte en el fragor de la batalla. Renací a la vida.
Nota: Mamá Margarita, recordando sus raíces campesinas, levantó un huertecillo en el Oratorio. Los muchachos lo destrozaron en varias ocasiones. Ante los enfados de la buena mujer, Don Bosco le indicaba la paciencia que tuvo Jesús en la cruz. (Memorias Biográficas. Tomo II, 404. Tomo III, 342-343).
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