Behold, your light has come
Los responsables del Museo del Louvre calculan que este año la sonrisa de Mona Lisa del Giocondo –La Gioconda– ha atraído a más de diez millones, doscientos mil visitantes. Siete millones más que los que han atraído a Las Meninas de Velázquez en el Museo del Prado. El móvil de este nuevo visitante es la urgencia, el apremio, el ansia, el deseo insaciable, el “Cuanto Antes”. Llega atraído por lo inmemorable: ver a La Gioconda, que ha adquirido rango de prodigio celestial, de orquesta sinfónica invisible, de máquina del Asombro palpable. Aquí se pueden romper las reglas de hierro del mundo y puede quedar constatado que nada es imposible.
París. El Louvre. La Gioconda.
El resultado es que se produce cada día una cola interminable y tensa de seres imperiosos, erizamientos de piel tan intensos que hay que apoyarse en posición de descanso sobre uno mismo o en cualquier pared cercana para recuperar los ritmos vitales. ¡Oh, dioses del destino, del deseo, del arte, de la cultura, del amor y del desengaño! ¡Oh, dios de lo urgente, del CUANTO ANTES, que marcas el cumplimiento de nuestros días y de las vanguardias, que golpeas las ganas insatisfechas, que volteas el gratificante deseo con la satisfacción del deseo!
Así pues, el Cuanto Antes genera dos grandes tipos de colas, marcadas por la urgencia, pero que jamás se cruzan. La de los que buscan sin dudar la sonrisa de La Gioconda, blindada en esa fortaleza transparente, y la de los excluidos que han abandonado su sonrisa en tantos espejos rotos y en tantos espejismos por romper. En la misma cola de los turistas del arte, desfila, a su manera, otra, la de la rutina, el desconocimiento, el marketing, el merchandising universal– desesperado, apabullante, invasivo. Hay, amigo Javier, en el mismo Louvre miles de obras maravillosas a las que falta un puñado de datos mínimos para montar su ficción y arrancar de su realidad su mitomanía. Bien.
Los Reyes Magos del 2023 existen –faltaría más– y quieren traerme y traeros el asombroso presente de un cuadro de Charles Le Brun, que se conserva también en el Louvre y casi nadie se fija en él y que se llama: “La adoración de los pastores”. Métete en Google, meteos en Google y… ¡zas!, quédate en silencio, y observa, y mira, y si sabes reza. Es una sorpresa: el espectáculo de los pastores gozosamente maravillados, reventando de gozo, señalantes, rientes, fuera de sí, en una fiesta… alfombrando la dicha, la fe, la espera cumplida y a la vez el respeto, el pudor, la caricia… Es un tratado de amor cristiano. Perdón, mucho más claro y práctico y moderno que la Filotea de Francisco de Sales.
“La adoración de los pastores” de Le Brun.
Las compuertas del Dios con nosotros ya están abiertas, la inundación divina es imparable. María y José, nuestra naturaleza, han probado la lengua y la salivilla de Jesús y han sentido el vértigo de su Hijo y de lo divino. Hasta tal punto que María muestra su bendito pie descalzo de entre su túnica azul. El estrés de La Purísima. El cimiento de la Madre de Dios y de la Iglesia. Nadie –es una opinión– nadie ha sabido pintar de forma tan humano-divina la alegría natural y humana ante el Acontecimiento divino que ya es también pura humanidad.
Hummm, gruño yo avasallado por tanta información fascinante. Estoy todavía intentando asimilar el hipnótico concepto de aquel cañonazo que cambió el mundo: la Encarnación, cuando de súbito, casi a traición irrumpe el asalto de una luz: “Mirad, vuestra luz ha llegado / Behold, your light has come”. El asalto a nuestra humanidad por la divinidad zarandea la negrura de nuestras noches en una fiesta de fuegos artificiales, con la mirada limpia de los chiquillos de los pastores. Al final, amigo Javier, al final todo acaba por desembocar en el amor. Y en el daño. Todo acaba por desembocar en la vida. Y en el daño. Todo acaba por desembocar en la alegría. Y en el daño. Las palabras de León Magno bien pueden precintar esta idea, cuando afirmaba en su primer sermón de Navidad: “Alegrémonos: no puede haber tristeza cuando nace la vida”.
Desde la vida, aunque la recta final, pero también desde la rabia y la desesperación de quien se rebela contra los estragos del tiempo (son ya 81 años), el relato del Nacimiento se entreteje con las historias de esos pastores analfabetos y sentimentales que no hacen más que darse codazos de alegría en el desconcierto, asombrado y asombroso, de encontrarse a gusto con Dios, ellos que sólo están a gusto entre ovejas y cabras y se morirían de miedo si tuvieran que acudir a la casa de un Procurador romano o a la de un simple sacerdote de Jerusalén.
¿Hay alguien que no reviente de alegría, aunque ensangrentada por el daño? Por favor, amigo Javier, trae un médico para el triste, para el depresivo, para el descartado, un hábil cirujano –el mejor Fernando Ruiz Grande de Guadalajara en Madrid– que su bisturí –profesional, meticuloso y misericordioso– llegue hasta sus entrañas y descubra el mal en origen. ¿Cómo no se puede uno alegrar ante este Niño que ni siquiera ha querido maquillar su rojiza y fea carnecita recién salida? ¿Cómo no se puede uno alegrar ante esta Madre que descuidada deja al descubierto su pie izquierdo. Ese estrés de la Purísima.
Todos tenemos mil motivos para estar tristes. Pero sólo tenemos uno para estar alegres: Nuestro Dios ha nacido bebé indefenso. ¿Quién teme ahora a Virginia Wolf? ¿Quién teme al ternurismo ñoño de los malos lectores de cuentos de Navidad? ¿Quién teme al porno adictivo de las loterías? ¿Quién teme al tan-tan / tan-tan invasivo de los grandes comercios para convencernos de que lo propio en esta época es el derroche? ¿Quién teme… cuando campanas de bronce como las de la parroquia de San José de Puertollano tocan a gloria los días de villancicos y a duelo los días de saetas?
Mirad, vuestra luz ha llegado.
Y sólo ella nos devuelve a la soberanía de la ilusión, de la fe y del humanismo. Aparquemos cualquier rastro de temor en beneficio de una libertad que tiene tanto de gozo como de realidad… y CUANTO ANTES.
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