Lo que más me gusta de la Navidad es que es todo menos magia. No hay hechizos, seres fantásticos ni fórmulas maravillosas que hagan cambiar la realidad. Al contrario, todo lo que tiene que ver con la Navidad es profundamente humano, inmensamente real y asombrosamente natural. Podríamos afirmar que es escandalosamente divino. Basta con que nos asomemos a lo que supone un embarazo y un nacimiento en el pasado y tomemos conciencia de que el nacimiento de Jesús no fue muy diferente al de sus vecinos de país y época: Palestina en el siglo I.
No me digas que no es humano el hecho de que un varón llamado José arriesgue su reputación y acepte que se cuestione su masculinidad al aceptar a una mujer embarazada. Al menos en aquella época, según la ley, José hubiera tenido que rechazar a María y devolverla a su familia, además de acusarla para que la condenaran a muerte por lapidación. Pero él prefirió hacer caso a esa voz que Dios le hizo escuchar: ¡Acógela, no te preocupes que todo está en mis manos!
Si cambiamos de punto de vista y nos fijamos en María, ¿nos hemos planteado alguna vez lo que supone dar a luz en el siglo I de nuestra era? Quizás hemos visto tantos cuadros, estampas y portales de Belén que pensamos que hubo brillantinas y luces espectaculares. Sin embargo, leyendo un poco el evangelio y recuperando información de la historia y la arqueología, y sabiendo que el parto en aquella época era un asunto de mujeres, nos tendremos que imaginar a María en cuclillas o casi de pie, ayudada por tres o cuatro mujeres que la sujetaban, calentaban agua y limpiaban paños dentro de la casa, mientras los varones esperaban fuera noticias.
Además podemos suponer que, si pusieron a Jesús en un pesebre, Jesús nació dentro de una casa. Una de esas casas excavadas en la parte rocosa de una montaña y que tenían al fondo un sitio para los pocos animales que tenía una familia. Era el lugar más calentito y seguro, mucho más que el espacio fuera de la casa preparado para las visitas.
Una visión más amplia
La Navidad vista así puede abrirnos a una fe de horizontes mucho más amplios. A asumir que, sorprendentemente, Dios no busca lo sencillo y fácil a la hora de hacerse hombre en Jesús de Nazaret. Dios se hace carne en una época y en un lugar donde nacer es tremendamente complicado y donde su vida estuvo amenazada desde el primer momento. Dios arriesga su plan en un siglo y un lugar en el que el 50% de los niños nacidos no llegaban a los 4 años y donde muchas madres morían en el parto.
Dios, al hacerse carne en Jesús de Nazaret, asume las leyes, prejuicios, errores ideológicos y religiosos, y los riesgos sanitarios. Pero también asume la fe y entrega de María y José, los gritos, empujones y sudores, la sangre y placenta, el miedo y llanto de alegría de aquel día en que ocurrió todo aquello que hoy casi hemos olvidado y cubierto de papel de regalo. ¿No es maravilloso agradecer y celebrar al amor arriesgado de un Dios así? ¡Feliz Navidad!
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