Me hallaba en el interior de un gran cesto de mimbre junto a un centenar de hermanos míos. Mi cuerpo de pan guardaba celosamente un secreto de queso y salchichón que las manos bondadosas de un fraile habían depositado en mi interior.
Con las primeras luces de la mañana el fraile capuchino depositó el canasto repleto de panecillos en un rincón del claustro del monasterio “El monte de los Capuchinos”. Un paño blanco nos cubría. Los bocadillos aguardábamos inquietos.
En silencio nos imaginábamos a los mendigos que en breve nos tomarían. Manos extendidas esperando el milagro de la caridad. Pordioseros famélicos marcados por el silencio amargo del hambre.
De pronto escuchamos un rumor que crecía a lo lejos. Eran voces limpias que subían por el sendero que asciende desde el río. Los bocadillos nos miramos con sorpresa. Según nos habían dicho, los indigentes hablan poco: la vergüenza de verse marcados por la pobreza, atenaza sus palabras. Cuando el murmullo se convirtió en clamor, descubrimos con extrañeza que quienes ascendían eran niños y jóvenes…
Cuando irrumpieron en el convento, nos inundaron con sus gritos y juegos. Los arcos del claustro despertaron de su letargo secular.
De improviso, silencio. La voz de un sacerdote les invitó a dar gracias a Dios. Se abrieron las vetustas puertas de la iglesia monacal. Por ellas entraron los muchachos. Los bocadillos debíamos esperar.
Concluida la misa escuchamos el rumor producido por las pisadas de cientos de alpargatas de esparto de niños obreros. Comenzó el reparto. Don Bosco, que así llamaban los muchachos a su sacerdote, entregaba a cada chaval un bocadillo.
Yo, desde el fondo del cesto veía como marchaban mis compañeros. Con la mirada les deseaba suerte. Al final, quedé yo solo en el fondo del cesto.
Fue entonces cuando escuché la voz de Don Bosco dirigirse a un chico: “¿Has tomado ya tu bocadillo…? El muchacho respondió que no, sin atreverse a alzar la mirada.
Cuando Don Bosco le preguntó el motivo, el pequeño respondió con voz teñida de vergüenza: “No he tomado bocadillo porque me he ido a jugar y no he confesado ni comulgado”. Don Bosco sonrió, al tiempo que le decía: “Para tomar el bocadillo no hace falta confesarse y comulgar. Tan sólo es necesario tener ganas y apetito”.
El muchacho levantó su mirada. Sus ojos se cruzaron con los de Don Bosco. Sonrieron. Cuando Don Bosco me tomó para ofrecerme al chaval, supe que la misión de mi vida se estaba cumpliendo. El chico me apretó alborozado entre sus manos. Sentí que la felicidad de mis días llegaba a lo más alto. Aquel gesto dio profundidad a mi vida, aunque sólo fui un humilde bocadillo con alma de queso y salchichón.
Nota: Don Bosco todavía no dispone de un lugar fijo para el Oratorio. Lleva a sus muchachos al convento del Monte de los Capuchinos. Allí les obsequia con un bocadillo. El pequeño Pablo no se atreve a tomar su bocadillo porque no ha confesado ni comulgado. Don Bosco le responde que para tomar bocadillo tan sólo hace falta tener ganas y apetito (Memorias Biográficas II, 293).
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