Los creyentes tenemos además la lógica dificultad de entender una historia, que es canalla y, con frecuencia, tremendamente injusta con los más pobres. ¿Qué pinta Dios creador en un mundo tan convulso?
Estos días hemos vivido el horror de un terremoto que ha dejado miles y miles de muertos, heridos y personas sin hogar. Centenares de edificios se desplomaron en Turquía en plena noche cuando todo el mundo estaba en sus casas. Su país vecino, Siria, sufrió también la embestida de la tierra que destrozó más un país ya de por sí destrozado por una cruenta guerra civil que lleva casi 12 años. ¿Dónde está Dios, nos preguntamos los creyentes, al ver el sin sentido de un dolor globalizado y cruel?, ¿Dónde está Dios?
El estruendo de la sacudida sísmica se convirtió en toque de arrebato para que hombres y mujeres de muchas nacionalidades, credos y convicciones diferentes, acudieran a los lugares de la tragedia a montar hospitales, curar, repartir alimentos, acoger y acompañar el sufrimiento.
Voluntarios, bomberos, militares, médicos, misioneros y gente buena se afanaban por arrebatar todos juntos la vida que era engullida por la destrucción.
Personas especializadas escarbaban bajo las ruinas para intuir cualquier aliento de vida. Cuando esto ocurría, pasaban a la acción para que, con meticulosidad, se pudieran rescatar vidas que agonizaban bajo los escombros. Hemos visto a niños, adolescentes, jóvenes, ancianos ser devueltos a la vida acogidos por brazos de desconocidos que les alumbraban como parteros entre aplausos y lágrimas. Hasta bebés, incluso recién nacidos todavía con el cordón umbilical intacto, eran sacados de debajo de las ruinas.
Cada vez que una vida era rescatada de la muerte, todos aplaudían, se abrazaban y vitoreaban a Dios gritando “Allahu Akbbar”. Emocionados, daban gracias a Dios por la vida que se había rescatado. No importaba si aquellos hombres y mujeres eran musulmanes, cristianos, budistas o ateos: la fuerza de la vida que, con la ayuda de todos, se abría paso, era festejada en un ambiente de fraternidad universal.
A la vez que estos acontecimientos se desarrollaban en Grecia y Turquía, en nuestro Parlamento se aprobaba una ley de bienestar animal que busca dotar a los animales de un estatus de dignidad hasta ahora no tenido en cuenta. Esos mismos días, a su vez, el Tribunal Constitucional daba alas a una ley del aborto que permite acabar con la vida del feto si éste tiene menos de 21 semanas y si la mujer embarazada tiene más de 16 años.
Sin entrar a juzgar, allá cada cual, resultaba paradójico que, mientras unos compatriotas nuestros se jugaran el tipo en Siria y Turquía por rescatar la vida, nuestros gobernantes legislaran favoreciendo el aborto. También llamaba la atención ese cuidado y mimo legal por la vida de los animales y esa banalización de la vida humana al albur de decisiones extrañas a la vida del feto.
El corazón del ser humano es así de complejo y misterioso. En la ayuda a los países damnificados por el terremoto, por ejemplo, entre las primeras naciones que manifestaron su solidaridad económica fueron Rusia y Ucrania, que gastaban dinero para apostar por la vida mientras sus presupuestos gastan millones ingentes para la compra de armas que siembran la muerte.
Como digo, no pretendo juzgar. Simplemente manifiesto mi perplejidad por la coincidencia de todas estas situaciones. Parece que vivimos inmersos en un mar de contradicciones.
Hay algo que sí tengo claro. Intuyo dónde está Dios en esta tragedia. Dios está bajo los escombros, entre las víctimas, no en vano creemos en un Dios crucificado que ha asumido las cruces de todos los seres humanos. Dios está también en la generosidad de todas las personas que han ido a arrancar la vida de los brazos de la muerte para salvar a los enterrados. Incluso Dios está en el sentimiento de esos perros adiestrados capaces de olisquear la vida cuando todo huele a muerte.
Salvar juntos la vida, trabajar juntos por la resurrección frente a la muerte; es ahí donde hombres y mujeres de todas las ideologías y creencias podremos encontrarnos. Y es que cada vida humana es un templo donde late el corazón de Dios y ante el cual tenemos que postrarnos y adorar con un respeto reverencial.
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