Sra. Dña. Pilar Martínez
Guadalajara
Señora Pilar:
Espero que al recibo de ésta te encuentres bien, yo bien gracias a Dios.
“Emperadora de la historia” llamaba Unamuno a la muerte.
Frontera universal en la que todos estamos de acuerdo.
Pero, ¿y más allá?
De eso ya no sabemos nada. Absolutamente nada. Nada.
Confieso mi terca y apasionada curiosidad por el más allá, desde los 6 años, cuando acompañaba a mi tío Mosén Gregorio como monago, para dar la extremaunción o el Viático en Casbas de Huesca.
Ahora tengo ochenta y un años y un sueño duro al que hay que propinar patadas para que se detenga. O sea.
Desde hace algunos años siento la ropa ligera, las manos distraídas, el viento que golpea capaz de tomarme entre sus brazos: Sin libros ya no peso nada. Sin armas ya no peso nada.
“Ha fallecido mi madre a las 17:00 de la tarde –me escribe Luis Francisco–. Ha sido muy rápido y apenas ha sufrido / La enterramos el jueves. A las 11:00 misa en salesianos / Todavía no me he pasado por la parroquia porque se encargan en el tanatorio / Pedid por ella, aunque seguro que está en buena compañía”. (28-II-2023)
Si alguien pudiera leer dentro de mí,
para librarme de tantos pesos sumados,
que leyera dentro de mí sin necesidad de confesión,
que alguien viera la verdad,
que ha visto la verdad
-¿pero existe la verdad?-
averiguara por qué nos sentimos rotos como un huevo crudo,
como si nos construyeran por dentro
un esqueleto de fuego,
y comprender la pena, el vacío, la ausencia, la impotencia,
cuando alguien se nos va. Si alguien pudiera…
Me ordeno a mí mismo la invitación de estar a las 11 en Salesianos Guadalajara. Tengo un calambre de pensamientos. Me dirige a la mente. Rezo en cada adiós del día. Hoy también lo hago. Hay actitudes que engrandecen a un hombre. Se apacigua el fuego en mi cabeza, pero sé que la vida dorará mi muerte, porque es justo que un chiquillo de posguerra “con mucho carácter”, dice Isi Aragonés Sanz, se haga luz y no ceniza. Así es que invoco al Berceo de la resurrección, al Acipreste de Hita del amor, al Quevedo del “polvo enamorado” y al Unamuno, áspero y encantador como Jerusalén, terribles todos como un ejercito en orden de batalla.
Amiga Pilar, la ida a Guadalajara está ya decidida, esta es nuestra despedida. Acompañado por Juan Francisco Muñoz también.
Si alguien pudiera leer dentro de mí,
me vería ya paseando por el cementerio de Guadalajara,
agobiado por el amor vagabundo de la muerte,
perdido en los abismos del cielo porque el Ser,
es un Ser para la nada,
es un Ser para la muerte.
No es el día el que viene, es la noche la que se ha ido.
El cementerio alcarreño es un conjunto de calles entrelazadas, me hace falta recorrerlas a pies, conseguir que el paso y la sangre vayan al compás.
Atiendo al aliento, a los latidos.
Me calmo y me endurezco.
Abro en llamaradas el espacio en que se enlazan en tumba anónima los fusilados en la cárcel, el 6 de diciembre de 1936, enterrados primero en Chiloeches, después aquí, en el que se estrechan por siempre, fundidos por la pasión y la pena.
Siento en mi brazo fuerzas sofocadas, capaces de romper macetas.
Evito hablar por el camino a las personas que te acompañamos a la sepultura. Tengo hasta miedo de rozar a alguien y solo con eso distraer.
Camino y el cuerpo se carga.
Dejo atrás las tumbas de Enriqueta y Titina Balaguer, abuela y madre de Toño, Enrique, Mario, Cristina y Gloria.
Aquí reposa el padre de Joseli Martín Gálvez, aquí el de Nacho Santos García; aquí los de mis amigos Javier, Lourdes, Isabel, Nacho y Juliancho Sevilla Navarro; aquí los padres de Manolo, Antonio y José Luis Román Jasanada; aquí la madre de Eduardo Barrera; los padres de Javier Martínez Atienza; la madre de los Taberné; el padre de José Luis Toledano de Luz; los padres de Octavio Olalla; los Grupeli, el Rodri, los Moratilla Fernández…
Me cruzo con una mujer, que viene de vuelta, cambio de acera antes de que lo haga ella. Un anciano debe estar en vacío.
Pongo los pasos más duros, los brazos en cambio acompañan la andadura moviéndose muy poco, absortos en una espera de arrebatos.
Las manos mantienen los dedos estirados, distantes, para rozarse entre sí.
Siento el aire ligero en la punta de mis dedos.
Los bato. Los vuelvo a batir.
Se desentumecen. Me duelen. Parecen acorchados.
Tumbas a derecha e izquierda.
Desde el borde de las uñas y del extremo del pelo me llega el constante control del alambre de púas fronterizo entre el mundo y yo; entre el oeste y el norte. Ambos pertenecen a mis espaldas.
– El oeste para mí es la espalda de mi bisabuelo Alejandro, partiendo hacia las Américas, desde Coro, la aldea lucense, reunida bajo espectaculares sotos de castañas. Todavía lo imagino subir en el barco y desaparecer dentro del occidente para siempre.
Amiga Pilar, ya ante tu tumba.
– Nos hemos reunido aquí, hermanos –irrumpe el párroco Fernando Domenech.
Habla sin manos, solo labios.
– Para dar cristiana sepultura a nuestra hermana Pilar –continúa.
La Iglesia católica, a la que tú tanto amaste y serviste, te busca llamándote por tu nombre con su aliento, llamándote fuera a su intemperie, ahora que arrojan paladas de tierra sobre tus restos.
– Te entiendes con las cenizas y con el cielo, ¡cuánto sabes, Pilar!
– Tus hijos Alfonso, Luis Francisco y Paloma se entienden con las cenizas y con el cielo. ¡Cuánto saben tus hijos, Pilar!
Todos los aquí presentes soplamos solo un poco de gracias hacia lo alto. Hacemos que nuestro aliento se eleve y se eleve, así se combina con las nubes y se puede convertir en lluvia. ¡Cuánto sabemos tus amigos y familiares, Pilar!
Reza LuisFran, María José y Jorge. Rezan los alfonsos y Paloma y amontonan así la sustancia en el cielo. Las nubes están llenas de aliento de oraciones.
Miro hacia arriba, vienen las nubes, vienen de las montañas o del mar. Digo: maldita sea, cuánto rezan en La Alcarria.
Y LuisFran se medio ríe conmigo y dice que es bueno reír y sano y curativo y que la fe viene después del reír, más que después del llorar.
Luego nos movemos, yo siento al fondo del intestino vacío, agitado por el café de esta mañana, un gruñido de ternura y afecto por ti, Pilar. Y por todos mis amigos alcarreños difuntos –ya tantos– llegados por encima de mis ochenta y un años como una piedra a un nido.
Me hormiguea la sangre, llena de amapolas blancas, insólitas reflexiones sobre tu muerte, sobre el temor y el temblor, sobre el sollozo de la vida y del amor.
Un fruncir de párpados me devuelve tu nacimiento en Madrid hace 100 años, en la calle Leganitos, segunda de seis hermanos (dos chicos y cuatro chicas). La noticia de Leganitos me da una vuelta de tuerca a los nervios. En esa calle en 1844, nada más y nada menos, Jaime Balmes firmaba en su propio taller el periódico el Pensamiento de la Nación.
Pero es que además por allí pasaste la República, la guerra y la primera posguerra, por lo que contigo era como estar en una casa de las de antes, capaz de abrirse a todos. Contigo había algo que celebrar siempre.
Y me cuesta un rato sacar una respiración profunda, para poner distancia.
Esparcen la tierra sobre el terreno removido alrededor de tu ataúd. Es para todos una lección de cordura, pero siempre de humildad. Y de lucidez. Y de sabio escepticismo para no subirse a la parra de las importancias. Ni bajarse a los suelos de la indignidad.
– Dale, Señor, el descanso eterno –subraya el párroco.
– Y brille para ella la luz eterna –respondemos todos.
Los ojos ven también dentro, clavados en el corazón que impulsa bombeos densos y lentos, recorren la columna vertebral.
– Descanse en paz.
– Amén.
Nací bajo el cielo del carnero, a mi nariz jamás se le aplica con facilidad un anillo de arrastre.
“Emperadora de la historia”, llamaba Unamuno a la muerte.
Pero, ¿y más allá? Como más acá preside el amor de Dios en la cruz.
Amiga Pilar, “seguro que estás en buena compañía”, dice tu hijo LuisFran. Abrazo.
Hasta siempre.
Paco de Coro
Muchas gracias Paco.
Siempre has estado «en y con» en nuestra familia.
Un fuerte abrazo