EL TALISMÁN DE TU PIEL, MADRE NIEVES

De andar y pensar   |   Paco de Coro

10 mayo 2023

Tras la muerte de mi madre, sentí una soledad tan grande y tan opresiva que me quedé como tonto durante meses, pero nunca, ni una sola vez, ni siquiera por un momento, se me pasó por la cabeza acabar de una vez con todo, porque notaba que la vida es más fuerte que todas las cosas.

La vida.

La vida, Javier, no nos pertenece, nos atraviesa.

Tenemos el deber de vivir. Es nuestro cometido, es lo que han escrito en nuestra carne. Hay que seguir adelante, sin mirar atrás, porque nos impregna una energía que no podemos controlar, que tironea de nosotros, y aunque estamos ciegos, mutilados, desesperados, seguimos durmiendo, sobrenadando para que no nos engulla el remolino.

Sin embargo, en aquel depósito de cadáveres, de la calle Santa Isabel de Madrid, esta certeza vaciló totalmente. Aquel cartelito con la inscripción “Nieves de Coro López”, colocado a los pies del quirófano y pronunciado en voz baja me abrió nuevos y claros horizontes de dolor.

Tuve la sensación de que el corazón se me secaba en el pecho como una flor en un horno, y de que la sangre que corría por mis venas se convertía en polvo.

Me había refugiado en un rincón del sótano. Lorenzo –Ninín-, mi primo, se quedó mirándome largo rato y luego señaló la puerta.

– Sal.

– ¿A dónde?

– Sal. Salgamos.

Ninín desliza la espalda pared abajo y se rodea las piernas con los brazos.

– Haz lo que quieras, pero sal. Venga. Vamos.

Ninín se tapa los ojos con las rodillas y los oídos con las manos.

– Trata de pensar en algo interesante, oye.

– ¿Algo interesante?

– En ti mismo y en tu padre, montados en bici, camino de Vallecas, por ejemplo.

– En la playa del Puente de los Franceses.

– Levántate, vamos -Y una mano fuerte como una tenaza me coge del brazo.

– ¿A dónde vamos?

– Vamos a mi casa. Donde mejor.

No éramos capaces de decir una sola palabra.

El reloj de pulsera indica las tres y media. La noche aún es fuerte. Tengo la maleta sin abrir. Hago el mismo camino que esta mañana, recién llegado de Mohernando, aunque algo más sonámbulo. Calculando cada paso por la falta de claridad.

Por algún motivo acumulamos mi primo y yo misterio. La verdad, ninguna vida goza de explicaciones completas, redondas, rotundas. Pero la de dos muchachos correteando por Lavapiés a esas horas, menos aún.

La calma en las calles de Madrid resulta vertiginosa.

La plaza de Atocha sin nadie. La Ronda sin nadie. La vida sin nadie. A lo lejos se avista un mínimo temblor de luces llegando.

Aceleramos con una ansiedad justificada por el nerviosismo.

Enfilamos Argumosa, atentos a la confusión de sonidos pequeños que propina la noche: Evitamos la zona más oscura y seguimos las luces escasas de algún bajo mal alumbrado.

Y ya, sin más preparativos, con una mano hundida en el bolsón de la sotana y en la otra el “bolsillo” de mamá a la altura del rostro, ensimismado, al volver la esquina de Zurita 45, nos encontramos con ella. Tras el gesto de grata sorpresa, pensé echarme ventajosamente atrás y decirle, mientras la apuntaba con el dedo. Ah, ah, yo a ti te conozco, te llamas Pacita y vives en Lavapiés 52 y celebraría el encuentro ¿fortuito? (¿No tendría nada que ver mi primo Ninín?) con una sonrisa franca y acogedora. Entonces ella me preguntaría, asombrada y curiosa, y yo le hablaría del dolor de la muerte de mamá. Eso sí, tan caníbal. Y tan salvaje.

Y todo, amigo Javier, en un tono cercano pero dominante, que me permitiera ya desde el principio adueñarme de la conversación.

Pero en vano.

Todo salió al revés de lo que pensaba, si es que pensaba en aquellos momentos. Para empezar, fue Pacita la que hizo antes que yo el gesto de sorpresa y ella la que habló primero, y justo con la misma frase que yo había preparado.

– ¡Ah!, yo a ti te conozco, con o sin sotana –me dijo, tú te llamas Paco, el de Nieves de Coro, los del 2º exterior, ¿no?

Yo me quedé con la boca abierta, en un gesto alelado de idiota integral.

Te he visto cientos de veces con tu abuela o con tu padre, y también solo, y sé que tu hermano Román se llama igual que tu padre.

Todo el repentino tinglado de mis preparativos, y con él mi estado de ánimo, ya perturbado, se vinieron todavía más abajo. Ojala ella me hubiera visto con mi madre, tan vistosa y respetada, y siempre tan bien arreglada, nunca pintada.

Me sentí ridículo, como avergonzado, sin saber cómo continuar. Por saber ni siquiera sabía qué hacer con la mano que sostenía al “bolsillo” de mamá.

– ¿Nos acompañas hoy al entierro?, dijo Ninín, con la mayor naturalidad del mundo, que era precisamente lo que yo pensaba decirle a continuación.

– Sí, sí, claro que sí –dijo ella– con voz atropellada y cantarina. Vendrán también Maruja, Paca, Felixa, Paz, Encarna, Juani, Manolo el de las bicicletas, Don Hipólito García y sus hijas.

Y todos echamos a andar, cada uno por su lado.

– A las nueve en el Depósito de cadáveres. A las nueve.

Alcanzamos, por fin, el tercer piso, puerta cinco, del nº45 de Zurita. La maleta de cartón piedra la dejamos en una esquina del pasillo de entrada y nos tiramos materialmente vestidos en la misma cama, extenuados después de un largo día de velatorio extremo entre los quirófanos de amortajados.

Dormimos a pierna suelta hasta las ocho. Fue una manera de comprar descanso para afrontar los responsos de los salesianos Alejandro Vicente, Santiago Ibáñez y Blas Calejero ya en el Depósito desde el amanecer, que me acompañarían después al cementerio de La Almudena.

Nos levantamos y vuelvo a vestir mi propia sotana para acudir a la calle Santa Isabel. Mi inteligencia de aprendiz de tendero de ultramarinos, febril y fabril, no me permite mecerme en demasiados lamentos (no te olvides que fui aprendiz de tendero, de los 10 a los 12 años de Ultramarinos Bolívar) y abro el bolsillo “de mi madre: duros y pesetas en papel, calderilla, un cazador diminuto y una estampa de María Auxiliadora de mi primera comunión, 21 de mayo de 1950.

La estampa de mi madre será uno de los mejores acontecimientos de su vida después de muerta. Pasó a mi mariconera, junto a su carnet de identidad, para engrandecer mi “pack” de carnets culturales en la mucosa de la memoria de mis años, para dejar más surco en mi vida que tantos ídolos de arcilla cruda de “tirios y troyanos”.

Ahora que la Edad Media avanza, la estampa de María Auxiliadora seguiría siendo una rebeldía moral, mientras alrededor las olas de la actualidad parecen hablar cada vez más a gritos, en una mala mar soberbia, hortera y sinsentido.

Pero en los locos años noventa, dos drogatillas a punta de navaja me robaron la mariconera en Fuenlabrada, mientras hacía de párroco en Salesianos Virgen del Naranjo.

La estampa de mi madre muerta, seguiría siendo una rebeldía moral. Pero…

El día 11 de diciembre de 1954 me faltaban palabras y me sobraba emoción. Hacía un día gris y frío, y yo por un momento me sentí capaz de expresar la emoción que me desbordaba ante las mortajas, la belleza del otoño y de mi barrio y del mundo entero. Si yo hubiera logrado contar el bullicio tribal que había dentro de mí, el secreto esplendor de la estampa de María Auxiliadora y el ardiente y poderoso latir del corazón de las calles por las que caminábamos los dos en ese instante, o solo lo bonitos que estaban los árboles del “boulevard” de Ronda de Atocha en su última languidez, si mi padre Román hubiera sabido de mi intuición de tendero –febril y fabril– ese mismo día habría empezado a creer en mi vocación y mis palabras.

Amigo Javier:

Faltaron campanas a muerto, como en la Hoya de Huesca.

Faltaron cantos de aleluya, como en las eucaristías de hoy.

Faltó un mensajero con túnica portando en ofrenda una bandeja con rosas y granadas. Granadina mi madre hasta el final.

Faltó un arlequín haciendo gentiles quiebros de danza entre los viandantes de la estación “Alicante – Madrid – Zaragoza”, hoy Puerta de Atocha, pero así y todo, gracias al amor, el día se me había revelado de repente en toda su gloria y majestad. Eso sí, tan caníbal. Y tan salvaje.

El talismán de tu piel, madre Nieves.

El talismán de tu estampa, María Auxiliadora.

1 Comentario

  1. Samuel Segura Valero

    Paco, me ha emocionado leer este relato. No entiendo cómo puedes tener un recuerdo tan vivo y nítido de sucesos tan lejanos en el tiempo. La piel de tu espíritu es sensible a todos los cambios de temperatura, a todos los rayos de luz y de sombra… Yo creo que la tengo bien arropadita para que no se resfríe. Así me va…

    Responder

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