No puedo hablar, no puedo oler, no me muevo, apenas veo, pero sueño y quiero despertar mañana y pasado y al otro.
Me sedan una y otra vez, pero a veces oigo.
Debo parecer abismado, ajeno, ido. Dejo cuarenta libros de desigual fortuna y un menaje considerable de amigos en un puñado de poblaciones que hoy son referente nacional de Arte y Literatura. Recuerdo Hita y su Arcipreste, Sigüenza y su Doncel, Guadalajara y su Buero Vallejo.
Reinterpreto la voz de las enfermeras y de los médicos. Hago cachizas los monosílabos y pinto con la luz hiriente de la cal viva pensada las palabras que chorrean cenizas. Me estremezco a veces “con los chillidos de los peques de Ciudad Real, o de Guadalajara, o de Madrid, o de Vitoria” en sueños y retuerzo el embozo de las sábanas que abanican mi cara.
Hay horas de dolor trituradas por sedantes. Hay horas donde la soledad retumba. Ya he tomado la postura al ambiente de la UCI, con su mitología de muerte y dudosos futuros saludables.
Hay guantes de afectos en las visitas: los Tole, los Rodri, los Ruiz, los Belanga, los Leceta, los Guijarro, los Acebrón, los Hernando, los Sevilla, los Román…
La calavera de la muerte ávida me muerde la mano y se la lleva suspendida por el anillo envuelta en el campanilleo de las jeringuillas.
Aprieto la pera de alarma: – ¡¡Francisco!! – Señorita. Oigo gritar a un niño. Grita un niño. Llora un niño. No sé. – Tranquilo, Francisco, tranquilo.
Las notas que sostienen los gritos del pequeño no le dejan respirar. Tampoco a mí. – Señorita, ¿por qué? – Se le practicó la traqueotomía. – ¿Qué años tiene, señorita? – Cinco, Francisco. Tranquilo.
¿Cinco años? ¿Pero qué justicia es ésta, Señor? ¿Pero hay Dios bueno y providente? Y vivo la puñalada de la enfermera que marcha al box del niño y caigo dormido. Los sueños huelen entonces a carne quemada.
“Gritos de niños, gritos de mujeres, gritos de ancianos, gritos de quirófanos, gritos de camillas y de maderas y de muebles, gritos de sillas y de camas y de cortinas y de olores que se arañan. “Aprieto de nuevo la pera de alarma: – Francisco. – Señorita, el niño. Cinco años. No chilla. – Tranquilo Francisco. – El niño está tranquilo. Duerma.
Es madrugada. Me vuelvo a dormir. Los musgos transparentes iluminan el sueño en penumbra de las cosas. Veo fantasmas en color. Retorno a los cielos sin luna. No sé. Me abro a la inminencia de las casualidades y los astros. Veo un anciano y un niño en la playa. El pequeño pretende meter en el agujero todo el agua del mar. ¡Oye, pero si es la estampita de San Agustín y el ángel, que conservo en mi librito de El joven cristiano de San Juan Bosco, que me regaló Dn. Luis Rubuano en el Oratorio de Salesianos Atocha cuando tenía 7 años! Sí, sí, en blanco y negro, como toda la posguerra.
Estoy en las cimas grises del sinsentido. Tengo cada vez más acusado el comportamiento paranoide de un insecto encerrado en un frasco.
Amanece. La zozobra me traspasa el centelleo precario del espíritu con el amanecer de los sentidos. Y conquistada la mañana otro turno de enfermeras estaba allí con sus inyecciones y sus palabras que lanzaban una metralla de daño y de noches de vela: – ¿Oye –dice una– oye, el 9 vive todavía? Pero, ¿he oído bien? Descalzo en el umbral del día me lo repito: “¿He oído bien? Cierto, cierto que no puedo hablar, cierto que no me muevo, pero acabo de soñar y estoy vivo, claro… Pero si yo soy el 9 y claro que estoy vivo, habráse visto”.
Vuelvo a escuchar los campanilleos de las jeringuillas, los zumbidos mantenidos de los neones del techo, mientras me retumba la intemperie y la extrañeza en las paredes del cráneo. Echamos a rodar con ansiedad implacable lo mismo el pequeño de 5 años al que practicaron la traqueotomía, que el anciano de ochenta y tantos que se moría de una infección letal, mientras su mujer sollozaba la entrada de la UCI para acompañarle de cerca en vano, que la de un hombre joven dispuesto ya a inmolarse como parte sustancial de su vida con metástasis.
Amigo Javier, en el hilo transparente de los “boxes” de una UCI hay muchísima vida, adobada de “oparinas” y pastillas, donde las bolsas de sangre, de tantísima solidaridad anónima, oficia sus milagros paralelos y patenta, en la Cruz Roja, un modo rotundo de apostar por la vida. Y llega el 15 de agosto: Santa María de la Asunción. Que sí, que sí, que la Virgen María subió en en cuerpo y alma a los cielos. Y en esa misma órbita se instala también nuestra propia asunción. Es decir, la conquista final de nuestra propia naturaleza: 1. La superación de la mediocridad incurable y sin fin y 2. La integración de todos los opuestos, tiranteces que nos tiranizan, “impuesto” por ley de creencia (que nunca será evidencia), sino un gesto fragante y magnífico de “maternidad” finísima de la Iglesia católica, ese es el dogma de la Asunción. Que es como el dogma de la esperanza.
Cuántas veces a lo largo de la vida me han preguntado: – ¿Los cristianos tenéis esperanza? Y respondo a bocajarro: – No sólo tenemos esperanza, sino que nos “obligan” a tenerla. Esta, queridos, es una institución donde aspirar a la felicidad no es un consejito, un sermoncito, ni una promesa: es una ley, proclamada por Pío XII para todos los católicos el 1 de noviembre de 1950. La forma detonante de un dogma es nuestro mejor seguro de vida y, al mismo tiempo, el zotal de los recelos partidistas nacidos ayer como quien dice y sin la experiencia de dos mil años de guardia en las peores garitas de la humanidad.
-“Francisco, me voy de vacaciones –es la voz de la doctora María–. Cuando vuelva ya no estará usted aquí. Un beso”.
Arrojo la manzana de Newton sobre la fuente de los pájaros que vuelan a la región donde nada se olvida. Avanza el sueño en penumbra de las cosas: Pienso en la luz, sin luz. Pienso en la vida que vuelve, asistido por médicos y enfermeras de una pieza: Gómez-Tello, Torrejón, Trescasas, Vázquez… constantes y perseverantes, y apuesto por vivir.
En mi ventana se acurruca como un pájaro enfermo la memoria, sin memoria, de una operación a corazón abierto: “- Francisco, hay que operar. – Pues lo que Vd. diga. – A vida o muerte. – ¿Es decir? – A vida, Francisco. Cardiopatía isquémica. Enfermedad de tres vasos coronarios. – Adelante, doctor Mesa”. Imagino la posibilidad de sobrevivir. Mi ánimo vengador elige vivir y busco mi fe dormida entre las grietas de rutinas, ritos y mitos caigo genuflexo ante el amor de Dios con el que ilumina el mundo. Sé que heredé el árbol de la vida sobre el reguero bendito del Creador, principio y fin de ella. Mis padres, Román y Nieves, eligieron el amanecer de los sentidos al fin de la “guerra incivil”. Desde entonces abrí de par en par las puertas a la vida sin fin hasta el anochecer de los sentidos, tutelado por el aliento, el corazón y el saber de los doctores Ruiz Grande, Mesa, Calvo Orbe, Paylos, Gómez-Tello, Barajas del Rosal con la puñalada de la vida que se nos clava hasta en el alma que salta de contenta al elegir la dignidad de la vida sobre la miseria del suicidio asistido; el bien sobre el mal, la vida sobre la muerte hipócritamente envuelta de falsa compasión. (“No matarás”, que con Dios y sus hijos no se juega). SUMMUM IUS, SUMMA INIURIA. Aunque la ley de cualquier Estado obligue a darme muerte para evitar una muerte indigna, maldigo desde aquí a quien decrete mi muerte, en vez de curarme y cuidarme hasta el fin, como hicieron en Hospital Moncloa durante casi tres meses (agosto-octubre 2006). Hay que decirlo claro y dejarlo por escrito. No existe demanda social de la eutanasia. Lo que existe, querido Javier, es un pretexto y, como tal, pretende dar un paso más en la sustitución de un orden social por otro, en la destrucción obsesiva de un conjunto de valores a través de una burda ingeniería social.
PD: Dedicado a los mejores doctores que Paco ha conocido. Primero, alumnos suyos en el Bachillerato y COU de Guadalajara y hoy grandes en la medicina de nuestro país, como Gómez-Tello, Ruiz Grande, Román Jasanada y Echániz Salgado.
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