Entre terminales de aeropuerto, estaciones ferroviarias, o intercambiadores de guaguas (vehículo automotor que presta servicio urbano), ya no vemos personas en busca del descanso de la semana en algún lugar retirado de la montaña. Si nos paramos a observarnos encontramos que viaja mucha gente, no pocos son estudiantes, estudiantes universitarios.
Según afirman periódicos como El Economista o El Mundo, en nuestro país, quince de cada cien universitarios se desplazan de comunidad a realizar sus estudios. De veinte alumnos que nos podemos encontrar en una clase de estudios no obligatorios con vistas de realizar la prueba de acceso a la Universidad, estadísticamente dos de ellos acabarán fuera de su comunidad autónoma, cambiando de ciudad, de círculo de amigos, y de vida en muchas ocasiones.
Irse a estudiar fuera del lugar donde has crecido no es una moda de estos tiempos, ya existe desde hace mucho tiempo; algunos ejemplos como el expresidente de Estados Unidos, Barack Obama, Benito Pérez Galdós o el gran Michael Jordan; pero las razones son hoy diferentes. Las razones por las que mis padres me cuentan que sus compañeros iban a estudiar fuera, eran porque la carrera deseada no se cursaba en su ciudad, otra razón era por prestigio: quien se lo podía permitir estudiaba en una universidad de más “calidad”. Dentro de estas causas, aún vigentes, se añaden algunas como la especialización de la universidad en alguna disciplina, el querer vivir más independiente o las altas notas de corte; cosas que antes eran excepciones, se generalizan.
La experiencia de estudiar alejado de la propia familia hace plantearse diferentes dilemas, como ¿qué hacer en el fin de semana en una ciudad ajena a la mía? O cosas tan simples como cuál es el precio de la fruta esta semana, o a qué hora se almuerza. Algo que todos los que se han independizado ya lo han vivido, pero que para un joven de 17 o 18 años es todo un mundo. Aquellos que la viven, se enfrentan a uno de los enemigos que más asusta, a uno mismo.
El tener tiempo en soledad nos cuestiona nuestra propia identidad, el famoso “¿quién soy?” Muchos de los jóvenes no se enfrentan esta pregunta hasta después de meses o incluso años de estar con capacidad de hacerlo, ya que en toda su etapa educativa previa funcionaba como una bola de nieve descendiendo en una montaña, es decir por inercia.
Cuando uno está solo lejos de casa, si comes mucho, nadie te frena; si no limpias tu cuarto, se convertirá en una leonera; si te acuestas tarde y te quedas dormido al día siguiente, nadie te despierta, si sales de fiesta y “te pasas tres pueblos”, nadie te marca los límites. Cosas que parecen tan obvias a los adultos, para los jóvenes de hoy no siempre es así. Incluso asuntos más relacionados con la fe se ponen en riesgo: existen estudiantes, que después de haber ido a misa todos los domingos en su ambiente familiar, ya no son capaces de ir solos. Y el caso contrario también ocurre más de lo que uno puede pensar: aquellos, que comienzan a ir por sí solos, madurando su relación con Dios en esta etapa de crecimiento.
Creo que es necesario darle importancia al acompañamiento espiritual, a una persona en esta ciudad en la que ahora está uno, que nos pueda acompañar, guiar, y en los momentos de problemas u oscuridad confortar. No son pocas las personas dedicadas a esto, con el único fin de ayudarnos, clarificar y darnos apoyo. Buscarlas no es una tarea fácil, pero cuando uno la encuentra, es de gran ayuda. Una guía que no es solo ayuda, sino también nos pone en crisis, “nos canta las 40” cuando debe hacerlo.
Buscar solo una persona que esté de acuerdo con todo lo que pensamos no es suficiente, tener una persona que nos ayuda a ver nuestras contradicciones y nuestras incoherencias, nos hace buscar un camino verdadero y no ceñido solamente por la superficialidad.
La palabra clave en este proceso es madurar, a raíz de los aciertos y, sobre todo, de las equivocaciones, del “tierra trágame”, sabiendo que aprender a vivir solo no es fácil, pero sobre todo es útil para que los jóvenes comiencen a caminar por ellos mismos. Rezar por ellos es necesario porque además de una etapa difícil, es un momento de mucha confusión y de dificultad que, si se pone en manos de Dios, Él lo hará fecundo, para que esta transición de la adolescencia a la vida adulta sea en ellos, que viven estas situaciones, motivo de mejora y crecimiento personal.
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