Acoso escolar, cuando la diferencia se convierte en herida

20 junio 2025

El acoso escolar no es una novedad en nuestras casas, patios o aulas. Tal vez han cambiado los motivos, pero no la raíz. Antes podría ser por tener gafas, por llevar ortodoncia o por no seguir el ritmo del grupo. Hoy aparecen otras realidades, como diferencias por nacionalidad, cultura, lengua o identidad sexual. En el fondo siguen doliendo las mismas cosas, aunque a veces con otros nombres. Y es que el bullying ha cambiado de rostro, pero no de raíz: nace de la inseguridad, del miedo al diferente, de la necesidad de afirmar la propia identidad a costa de la dignidad del otro. Y, sobre todo, se alimenta de la ausencia del adulto.

La clave de este fenómeno no está solo en el daño que unos compañeros infligen a otros, sino también en el silencio que lo envuelve. Porque en el fondo, la violencia que más marca no siempre es la que grita, sino la que nadie ve, la que se camufla en gestos pequeños, risas cómplices, miradas que juzgan, o en la marginación pasiva del grupo. El mayor enemigo de un niño que sufre acoso es sentirse invisible, y el peor de los abandonos es que ningún adulto se dé cuenta.

En nuestra tradición salesiana, sabemos que no hay prevención sin presencia. El sistema preventivo que nos legó Don Bosco no es una estrategia técnica ni una simple pedagogía de la vigilancia. Es una actitud pastoral, una forma de vivir con los jóvenes y entre ellos, anticipándonos a las heridas, detectando los signos de alarma, escuchando más allá de las palabras. La razón, la religión y el amor se convierten entonces en herramientas cotidianas que generan seguridad, confianza y crecimiento.

La experiencia nos demuestra que la infancia no siempre tiene las herramientas para gestionar la crueldad del grupo. A veces, quien lidera una dinámica de acoso es también alguien herido, que canaliza su dolor atacando. Y quien es víctima, en muchos casos, no sabe cómo protegerse, cómo hablar, cómo resistir. Por eso, como educadores, no basta con aplicar protocolos: hace falta presencia real, observadora, cercana, paciente y firme. Una presencia que no juzga, pero que tampoco es neutral. Una presencia que ajusta constantemente las clavijas para mantener la tensión en lo que importa a los niños, niñas, adolescentes y jóvenes a quienes es enviado, porque en ocasiones olvidamos que, como adultos, a lo que nosotros no le damos importancia, para el otro puede ser vital.

La sociedad habla a menudo de una “generación de cristal”, y quizá no se equivoque del todo. Pero la fragilidad no es un defecto: es un llamado. La solución no es endurecer a nuestros adolescentes, sino fortalecerlos. Educar en la resiliencia no es enseñar a aguantar, sino a responder con dignidad. La misma energía que ponemos en la educación de las conductas agresoras hay que ponerla en la educación de las víctimas, no podemos consentir que alguien vea, por ejemplo, en el suicidio, una salida a su problemática. Y eso se logra acompañando procesos, no dictando etiquetas. Los jóvenes no necesitan adultos que les digan quiénes son: necesitan adultos que estén presentes mientras descubren quiénes pueden llegar a ser.

Don Bosco lo entendió con claridad: todo joven lleva en su corazón una semilla de bien. A veces esa semilla brota entre espinas, en terrenos difíciles, en contextos de sufrimiento o violencia. Pero si hay alguien que la cuida, que cree en ella, que la protege y la acompaña, esa semilla florece. Y cuando florece, transforma no solo al joven, sino también a su entorno.

El bullying no es solo un problema escolar: es un síntoma social. Refleja nuestra obsesión de opinar sobre todo y de todos; nuestra capacidad bipolar de ser follower y hater a la vez; refleja nuestra dificultad para convivir con la diferencia, para gestionar el conflicto sin excluir, para crear entornos donde todos tengan un lugar. Y es precisamente ahí donde el carisma salesiano tiene mucho que decir: creando casas donde se respire confianza, escuelas donde se eduque en la paz, y patios donde nadie quede fuera del juego.

Estamos llamados a ser red de apoyo, presencia significativa, mano tendida. No para hablar por los jóvenes, sino para que ellos puedan hablar. No para resolverles la vida, sino para estar cuando la vida se complica. Porque muchas veces, el simple hecho de saber que hay alguien cerca que no se va, cambia el destino de un adolescente.

Decía Don Bosco: “No basta amar a los jóvenes, es necesario que ellos se sientan amados”. En tiempos donde el acoso duele en silencio, sentirse amado puede ser la diferencia entre rendirse o resistir. Entre esconderse o atreverse a ser.

Y si algo hemos de recordar como educadores es esto: la violencia comienza con una palabra… pero la esperanza también. Seamos palabra buena. Seamos mirada limpia. Seamos presencia que acompaña.

1 Comentario

  1. JOSE ENEBRAL

    Fui (con ocho años) objeto de acoso (hostigamiento, calumnia…) en el curso 1959-1960. Entonces no lo entendí (no entendía nada) pero supongo (imagino) que sería por estar entre los primeros de la clase, aunque era de los de menor edad. El colegio optó por separarme de los compañeros y hacerme avanzar un curso (luego tuve que repetir 1º de bachiller al no tener la edad establecida). En fin, aquella sociedad era otra y no existía la palabra bullying, pero el que destacaba por algo corría riesgos. A lo que voy es que, al menos en mi caso, lo del acosador no parecía ser miedo a la víctima o necesidad de afirmarse, sino mera animadversión, por no decir odio.

    Por cierto, en 1960 me tiraron de frente y se me rompió un diente (ahora lo llevo postizo con un aparato); recuerdo que, entre otros insultos, me decían «tiralevas», que nunca supe qué significaba. Más tarde coincidí con los mismos compañeros, pero ya sin acoso. Mi balance del paso por el colegio es positivo, y aun muy positivo, pero considero cruel, despiadado, el bullying a esas edades.

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