De la mano de mi abuela
íbamos a comprar el pescado y la carne.
De la mano de mi madre
llevábamos los zapatos para ponerles medias suelas.
De la mano de mi padre
nos llegábamos a la charcutería salmantina
en el mercado de Antón Martín
“desde que trabajas de tendero te has hecho fuerte” –dice.
Agacho la mirada
mi padre me agarra el pelo de la frente
y me da un tirón:
“Mírame a la cara cuando te hablo”.
Está oscuro y mi padre se hace el gallito conmigo.
Es bastante más alto que yo.
Durante un rato me quedo quieto,
luego desprendo sus dedos de mi pelo.
Se aparta, se da la vuelta y dice:
“Mañana volveremos a esta hora, otra vez, tengo que contarte un secreto”
me quedo solo, la mañana refresca
en los lavaderos aclarados de Antón Martín
por los jabones de escamas.
Algunas madres lavan la ropa
y también la sangre de las heridas de sus hijos.
Es posguerra.
Queda guerra.
Recojo mi cartera y bajo a Zurita 45, antes de llegar a Salesianos, donde mi tía Lucía Bustos me tiene preparada la onza de chocolate de verdad.
Fue una España que necesitaba escrachear y tamborrear, pero disimulaba. No había otra.
Era indiferente, pasiva, desechable.
Tampoco tenía para nada ese ánimo diésel de hoy.
Estaba hecha de mujeres y hombres que descartaban las dentelladas como bujía por sistema.
Detectaba la impostura y le tentaba la picaresca,
-Todos lo hacen-
Pero cuando se comportaba como hipócrita,
no lograba aplacar en días la comezón del remordimiento.
– Papá, aquí traigo las tres barras de pan de hoy.
– Espérate aquí un momento.
Mi padre desaparecía entre los puestos, desplegando mercancía, los clientes, dos carros, el ojeo de las piezas.
Yo apestaba a tinta de colegio salesiano.
Y escribía mi nueva vida con pluma de pata de gallo
y letra “americana comercial”
sobre cuadernos salpicados de borrones.
– Todo bien, hijo.
– ¿Y el secreto?
– Mamá duerme mucho, ¿te diste cuenta?
– Sí y apenas si habla.
– Tiene ictericia. Está mala.
– Está amarilla como el ajo viejo. Icte…
– Gracias al “estraperlo” podremos comprarle las medicinas.
– Tú vete al cole. Yo me quedo por aquí hasta que abra “El Globo”.
Esta escena de mercado tiene algo de emporio, de civilización que se mantiene engrasada, pese a tanta pena.
Me enseñaban a no hacer demasiadas preguntas y me quedo con la curiosidad de saber más de mi madre. Él deja que pase un poco de silencio, el que podía valer para mi segunda pregunta y luego acaba respondiendo. Mi padre no deja de responder a preguntas que no le he hecho. Dice que gracias a las barras de pan “de tercera” –las más grandes– mamá tendrá medicinas. “Bendito estraperlo”.
Mi padre sonríe, lo que significa el final de la conversación.
Recojo mi cartera y bajo a Zurita 45. Me espera la onza de chocolate de verdad de tía Lucía.
El día pasa volando y aún quedan muchos renglones de caligrafía que escribir.
No tiene más importancia,
pero la convivencia se hace
con materiales extraordinariamente frágiles.
Esto lo aprendí muy pronto,
y desde pequeñajo,
preferí apostar por la una estrategia humana
–más nerviosa, amenazante, bateadora–
Escurridiza, cuca…
Huelo a piel feliz.
Mama Nona me ha comprado unos guantes grises de lana y da gusto fabricar bolas de nieve con ellos.
Corremos.
Saltamos.
Gritamos.
Aullamos.
Por nada que a la mayoría importe. Lo de “los guantes”, por ejemplo.
Corro.
Salto.
Grito.
Aullo.
Por nada que a la minoría importe. Lo de “los guantes”, por ejemplo.
– ¡Vaya, vaya, con que con guantes! –es la voz de mi padre.
– Mama Nona me los compró ayer, pa…
– Mama Nona, Nona.
– Un hijo mío jamás tiene que llevar esas tonterías, ¿entendido?
Y me suelta un bofetón, comparable al del día que me pilló fumando mi primer cigarrillo, “y eso que era de anís”, y eso que él se fumaba cada día una cajetilla de “Ideales”, por lo menos.
Desde entonces acepté la insensibilidad en las manos y estas encontraron un sitio propio y se han mantenido así hasta hoy.
Los zarpazos del frío –y qué fríos– me salieron al paso en Huesca, Astudillo, Arévalo, Mohernando, Guadalajara y, sobre todo, en Cerdeña, Vitoria y Burgos, pero esa potencia de vivir sin guantes me hizo asumir el compromiso paterno como causa ética y hasta estética.
Mis manos tienen una vibración distinta, una desgarradura en quien mira. En ellas esta la viga maestra de mi trabajo. El apetito grande de mis libros. Pero también los relatos de políticos, monjas, guerras, salesianos, masones, jesuitas, inquisidores, ejércitos, vascos, católicos, protestantes.
Con ellas he podido pintarles las caras a detractores y ninguneadores desde el Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia y desde otros diccionarios y prontuarios.
Mi madre Nieves había aparecido con pasteles.
Y Mi padre había salido para comprar café-café,
(que el café-que-fue era un recalentado de agua con posos
para todos los días).
Hoy se hacía fiesta en casa,
después de tres años seguidos en el seminario,
volvíamos unos días de vacaciones.
Era el momento y me atreví a decirle a mi madre:
– Ma… ¿la noche antes de irme a Arévalo me abriste la maleta?
Enseguida me regañó sin regañarme.
– Chico, al que habla por la espalda…
– Le responden por el culo –añado y coreamos al tiempo.
Me pellizco en la cara por la vergüenza de haber hablado por la espalda.
– O hablas a la cara, o te estás callado.
Tenía que hablar antes de que volviera mi padre.
– Mamá, esa noche os cogí una foto del carnet de papá del baúl familiar y la metí en el fondo de la maleta.
– Quería tener presente a papá de alguna manera.
Mi madre se esforzaba por no hablar.
Estaba enfrente de mí y me prestaba toda la atención, sin moverse y sin dejar de mirarme.
– Lo primero que hice al deshacer la maleta fue buscarla… y se había esfumado. Caramba.
– Mira, Pacorro, la noche que se te va un hijo al seminario no se puede dormir. Sí, fui yo quien te la quitó.
– A saber dónde podía caer.
– No te diste cuenta que tenía un sello de lacra…
– Sí, sí, con una estrella roja de cinco puntas y…
– Papá fue del Partido Comunista, hijo.
– Y qué es eso, mami…
Me quería responder, pero llegaba mi padre con los paquetes de café, acompañado de mi tía Lucía, la de Zurita 45, que me traía toda una tableta de chocolate de verdad, después de pasar por “Antón Martín”.
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